Blog del curso de Historia impartido por el Prof. Juan Antonio Díaz Barrientos en la Prepa Bernardino de Sahagún del IEMS
lunes, 24 de abril de 2017
La Revolución de Independencia
La sociedad novohispana estaba formaba por un mosaico humano. Sólo 17.5% lo formaban los peninsulares y los criollos, sus descendientes, habitantes de las ciudades. El grupo peninsular, era minúsculo y la población distinguía entre los burócratas y los residentes permanentes. El grupo criollo era el más educado y 5% era propietario de grandes fortunas, algunos hasta con títulos nobiliarios; pero la mayoría la formaban rancheros, comerciantes, empresarios, funcionarios, religiosos y militares medios, aspirantes a los altos puestos. Alrededor de 60% de la población la representaban los indígenas, que mantenían sus estructuras corporativas. Del pequeño grupo de nobles indígenas que hablaba castellano procedían los caciques, gobernadores, hacendados y comerciantes, pero la mayoría monolingüe era la principal fuerza de trabajo y pagaba tributo. Las alteraciones climáticas periódicas y el desarrollo de la hacienda habían llevado a muchos de sus miembros a buscar protección en el peonaje. Casi 22% de la población lo constituían las castas, mezcla de españoles, criollos, indios, negros, mulatos y mestizos, carentes de tierra e imposibilitados para los cargos públicos y para el grado de maestro en los gremios. Desempeñaban toda actividad no prohibida expresamente: mineros, sirvientes, artesanos, capataces, arrieros, mayordomos. Algunos se habían desplazado al norte en busca de fortuna y otros eran mendigos, léperos y malhechores que pululaban en ciudades y centros mineros. Apenas 0.5% era población negra, en parte esclava en haciendas azucareras.
La ciudad de México disfrutaba de tranquilidad cuando el 8 de junio de 1808 llegó la noticia de que Carlos IV había abdicado en favor de su hijo Fernando. Apenas se preparaba la celebración del evento cuando una nueva noticia alteró los ánimos: la corona había quedado en poder de Napoleón. Al estupor sucedió la preocupación por las consecuencias que el hecho tendría para Nueva España.
El acontecimiento se había producido dentro de un complejo contexto en el que Napoleón trataba de imponer el bloqueo continental contra su enemiga, Gran Bretaña, por lo que había forzado a España a consentir que los ejércitos franceses atravesaran su territorio para someter a Portugal, aliada de los británicos. Antes de delegar la corona de España en su hermano José, Napoleón convocó una asamblea de representantes y concedió a los españoles una carta constitucional que les garantizaba ciertos derechos y otorgaba igualdad a los americanos.
Sin embargo, el pueblo español rechazó la imposición y se levantó en armas. Para organizar la ofensiva se formaron juntas regionales que, por necesidades de coordinación y representación, se unificaron en una junta suprema. Pero ésta fue incapaz de cumplir con su cometido y nombró una regencia que convocó elecciones a Cortes, es decir, la reunión de los representantes de la nobleza, el clero y el pueblo, para que debatieran cómo se gobernaría el imperio en ausencia del rey legítimo.
Aunque los novohispanos habían jurado fidelidad a Fernando VII, el ayuntamiento de México, al igual que los de otras partes del imperio, consideró que por ausencia del rey la soberanía se había revertido al reino, lo que hacía indispensable convocar una junta de ayuntamientos para decidir su gobierno. El virrey José de Iturrigaray otorgó su anuencia, pero los oidores del real acuerdo (que era presidido por el virrey) se opusieron ante el temor de que se pretendiera la independencia. Era verdad que algunos individuos simpatizaban con la idea, convencidos de que el reino tenía recursos para proveer la felicidad de sus habitantes, pero la gran mayoría aspiraba a una autonomía a la que creían tener derecho.
Mientras el reino convocaba una junta similar a las de la península, algunos burócratas y comerciantes peninsulares prepararon un golpe de Estado. En la medianoche del 15 de septiembre de 1808, unos 300 hombres al mando del rico hacendado Gabriel de Yermo penetraron al palacio y apresaron al virrey y su familia. Los líderes del ayuntamiento también fueron apresados. Al mismo tiempo, en la sala de acuerdos se declaraba virrey al militar más viejo del reino. El golpe no sólo infringía las vías del derecho, sino que mostraba las de la violencia. El reacio ejemplo de los peninsulares provocó la frustración criolla que se manifestó en conspiraciones, en el marco de una sequía que produjo escasez de granos. Después de que la junta de Sevilla nombrara virrey al arzobispo Francisco Xavier Lizana, surgió la primera conspiración en Valladolid. No tardó en ser descubierta, pero el arzobispo‑virrey, con lenidad, sólo desterró a los implicados. Sin embargo, la conspiración ya se había extendido a Querétaro, próspero cruce de caminos. En casa de los corregidores Miguel y Josefa Domínguez se organizaban "tertulias literarias" a las que asistían los capitanes Ignacio Allende y Juan Aldama, algunos sacerdotes y comerciantes y el cura de Dolores, Miguel Hidalgo, hombre ilustrado y ex rector del Colegio de San Nicolás de Valladolid. Los conspiradores planeaban iniciar una insurrección en diciembre, al tiempo de la feria de San Juan de los Lagos, pero al ser denunciados, Allende, Aldama e Hidalgo no tuvieron otra alternativa que lanzarse ala lucha. Como ese 16 de septiembre era domingo, el cura llamó a misa, pero una vez reunidos los feligreses los convocó a unirse y luchar contra el mal gobierno. Peones, campesinos y artesanos, con todo y sus mujeres y niños, aprestaron hondas, palos, instrumentos de labranza o armas, cuando las tenían, y siguieron al cura.
Esa misma noche, las huestes ocuparon San Miguel el Grande y unos días después, en Celaya, aquella muchedumbre nombró a Hidalgo generalísimo y a Allende teniente general. En el santuario de Atotonilco, Hidalgo dio a ese ejército su primera bandera: una imagen de la virgen de Guadalupe. Dos semanas más tarde, los insurgentes estaban a las puertas de la rica ciudad de Guanajuato. Hidalgo emplazó al intendente Juan Antonio Riaño a rendirse, pero éste decidió atrincherarse en la alhóndiga de Granaditas con los vecinos ricos y sus caudales. Hidalgo dio la orden de ataque y, tras una larga resistencia, la muchedumbre invadió la alhóndiga y con furia se lanzó a una cruenta matanza y saqueo que Hidalgo y Allende no pudieron contener. El infortunado suceso le restaría simpatizantes al movimiento y retardaría su triunfo.
Para entonces se había recibido en la capital la convocatoria para elegir a los 17 diputados que representarían a Nueva España en las Cortes de Cádiz, lo que provocó efervescencia social. El arzobispo había sido sustituido por don Francisco Xavier Venegas, cuya mala suerte lo hizo estrenarse como virrey unos días antes de que estallara el movimiento, obligándolo a organizar la defensa sin conocimiento del reino. De inmediato ordenó al general Félix María Calleja avanzar hacia México y traer la virgen de los Remedios a la capital.
A pesar del temor que despertó la violencia, las desigualdades e injusticias extendieron la insurrección por todo el territorio novohispano. José María Morelos, cura de Carácuaro, se presentó ante Miguel Hidalgo y recibió el encargo de tomar Acapulco. José Antonio Torres asaltó Guadalajara y por otras partes se repitió algo semejante. En cambio, Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Valladolid, gran promotor de una solución justa a los problemas sociales novohispanos, rechazó la violencia del movimiento y excomulgó a Hidalgo. Al enterarse de que los insurgentes marchaban hacia Valladolid, huyó mientras las autoridades entregaban la ciudad para evitar la suerte de Guanajuato y el cabildo catedralicio levantaba la excomunión a don Miguel.
Para fines de octubre, las huestes de Hidalgo estaban en el monte de las Cruces, a las puertas de la ciudad de México, donde el 30 de octubre aquella muchedumbre heterogénea se enfrentó y derrotó a mil criollos realistas. La ciudad se sobrecogió. Hidalgo buscó entrevistarse con el virrey pero terminó por ordenar la retirada, sin que sepamos por qué: ¿lo ocasionó la falta de apoyo de los pueblos indios del valle de Toluca? ¿Lo inspiró el temor de repetir los excesos de Guanajuato? ¿Temió verse acorralado por las tropas de Calleja? Lo cierto es que la etapa de las victorias había terminado, pues unos días después los insurgentes tropezaban con el ejército realista en Aculco y fueron derrotados. Allende, inconforme con la dirección de Hidalgo, marchó rumbo a Guanajuato, mientras el cura siguió camino a Guadalajara.
La ciudad recibió entusiasmada a Hidalgo. Éste, sin calibrar su precaria situación y con el título de alteza serenísima, organizó su gobierno, promovió la expansión del movimiento, ordenó la publicación del periódico El Despertador Americano, decretó la abolición de la esclavitud, del tributo indígena y de los estancos, y declaró que las tierras comunales eran de uso exclusivo de los indígenas. Por desgracia, también autorizó la ejecución de españoles prisioneros. Allende no tardó en llegar derrotado, al tiempo que las tropas de Calleja y de José de la Cruz, recién llegado de España, avanzaban hacia Guadalajara. Aunque estaba convencido de la imposibilidad de la defensa, Allende tuvo que organizarla. El desastre se consumó el 17 de enero de 1811 en Puente de Calderón, donde 5 000 realistas disciplinados derrotaron a 90 000 insurgentes.
Los jefes insurgentes lograron escapar y decidieron marchar al norte en busca de la ayuda norteamericana. En la hacienda de Pabellón, Allende y Aldama le arrebataron el mando a Hidalgo y, en Saltillo, decidieron dejar a Ignacio López Rayón al frente de la lucha. Pero una traición facilitó que Allende, Aldama, Hidalgo y José Mariano Jiménez fueran aprehendidos y conducidos a Chihuahua, donde fueron procesados y condenados. En sus dos procesos, Hidalgo enfrentó con honestidad la culpa de haber desatado la violencia y ordenado, sin juicio, la muerte de muchos españoles, porque "ni había para qué, pues estaban inocentes". Las cabezas de los cuatro jefes fueron enviadas a Guanajuato y se colocaron en las esquinas de la alhóndiga de Granaditas, pero el movimiento había herido de muerte al virreinato al romper el orden colonial y afectar hondamente la economía y la administración fiscal.
Mientras tanto, las Cortes españolas se reunían en Cádiz, con el fin de decidir el gobierno del imperio en ausencia del rey legítimo. Los debates y las noticias sobre las Cortes en la península eran leídas ávidamente por los novohispanos y con ello se politizaban. Tras largas discusiones se promulgó la Constitución de 1812, que fue jurada en México en septiembre. La nueva ley suprema establecía la monarquía constitucional, con división de poderes, libertad de imprenta, abolición del tributo, el establecimiento de diputaciones provinciales (seis en la Nueva España) y ayuntamientos constitucionales en toda población de mil o más habitantes, que debían organizar milicias cívicas para mantener el orden y contribuir a la defensa en caso de peligro. Se abolían los virreyes, que eran sustituidos por jefes políticos. La constitución satisfacía algunos de los anhelos criollos de libertad y representación, pero no les otorgaba la igualdad y la autonomía con que soñaban.
Como los americanos aprovecharon la libertad de prensa para difundir ideas libertarias en periódicos, hojas volantes y folletos, Venegas la suspendió. Mientras tanto, el plan de Calleja para combatir a los insurgentes había logrado cierto éxito, lo que aseguró que fuera nombrado jefe político, sucediendo a Venegas. Calleja difundió la constitución como instrumento contrarrevolucionario, pero celebró su abolición a la vuelta al trono de Fernando VII en 1814, ya que restringía sus poderes. De todas formas, los novohispanos ya habían experimentado su conversión en ciudadanos.
Al frente de los insurgentes, Rayón instaló en Zitácuaro una Suprema junta Gubernativa de América. Los insurgentes contaban con el apoyo de la sociedad secreta de los "Guadalupes", que les enviaba dinero, información y consejos, pero Calleja no tardó en desalojarlos de Zitácuaro. Por entonces empezaba a destacar como gran caudillo el cura Morelos. Sus antecedentes de arriero lo habían familiarizado con gentes y caminos, y su natural talento militar lo hizo optar por formar un ejército poco numeroso, pero disciplinado y entrenado, al tiempo que su sentido común le permitía sacar provecho de las precarias condiciones en que se movía. Con Hermenegildo Galeana y Mariano Matamoros, sus inapreciables colaboradores, y con fieles seguidores como Nicolás Bravo, Manuel Mier y Terán, Guadalupe Victoria y Vicente Guerrero logró apoderarse de Chilpancingo, Tixtla, Chilapa, Taxco, lzúcar y Cuautla. En este lugar resistió dos meses el sitio de Calleja, del cual logró escapar milagrosamente y reponerse. Una vez que los insurgentes dominaron un extenso territorio, Morelos procedió a convocar un congreso para que ejerciera la soberanía y organizara el gobierno. El congreso se inauguró el 14 de septiembre de 1813 en Chilpancingo con la lectura de los "Sentimientos a la Nación", en los que Morelos declaró que la América era libre, que la soberanía dimanaba del pueblo y el gobierno debía dividirse en tres poderes, con leyes iguales para todos, que moderaran la opulencia y la indigencia. Después de firmar la declaración de independencia, el congreso confirió el poder ejecutivo a Morelos, quien adoptó el título de Siervo de la Nación. La constitución redactada por el congreso, inspirada en buena parte en la española de 1812, se promulgó en Apatzingán el 22 de octubre de 1814. Por desgracia, el congreso se arrogó todo el poder y quitó a Morelos la libertad de acción. La lucha continuaba; aunque Morelos logró tomar Acapulco, fracasó en Valladolid y, acorralado, cayó prisionero el 5 de noviembre de 1815; después de enfrentar los procesos y la degradación eclesiástica fue fusilado el 22 de diciembre en San Cristóbal Ecatepec.
Para ese momento, el reino mostraba las huellas de los años de guerra. Su centro estaba devastado por la miseria y la ruina. El dominio ejercido por los insurgentes en amplias áreas había desarticulado la administración y el cobro de impuestos. Las necesidades de la lucha habían favorecido que los jefes militares –tanto insurgentes como realistas– ejercieran amplias facultades fiscales y judiciales, que servirían como base de su futuro poder político. De todas maneras, como la Nueva España parecía haberse pacificado, el gobierno español optó por experimentar una política de conciliación. Juan Ruiz de Apodaca fue nombrado virrey en 1816 y de inmediato ofreció una amnistía a los insurgentes, que muchos aceptaron. En medio de un orden que parecía haberse restaurado, en 1817 tuvo lugar el fugaz intento liberador encabezado por el padre Servando Teresa de Mier y el capitán español Francisco Xavier Mina. Con 300 mercenarios, Mina se introdujo hasta el Bajío, pero fue derrotado por las tropas realistas y fusilado el 11 de noviembre de ese año. Mier fue encarcelado en San Juan de Ulúa.
El viejo prestigio de la corona se había desgastado ante su incapacidad para restaurar el orden, cuando en enero de 1820 se presentó una coyuntura favorable para consumar la independencia. En la península, el comandante Rafael de Riego se pronunciaba por la restauración de la Constitución de 1812 en los primeros días de enero y forzaba al rey a jurarla, con lo que provocó que todo el imperio lo hiciera y se convocaran las elecciones a Cortes.
Para entonces, los diez años de lucha habían transformado tanto a la Nueva España que incluso los peninsulares se inclinaban por la independencia, aunque cada grupo por razones diferentes. Las altas jerarquías del ejército y la iglesia la favorecían, temerosas de que el radicalismo de las nuevas Cortes abolieran sus privilegios, entre ellos sus fueros. Otros grupos deseaban una constitución adecuada al reino, mientras algunos más preferían el establecimiento de una república. Por lo pronto, el orden constitucional liberó a los insurgentes encarcelados y la vigencia de la libertad de imprenta permitió la aparición de publicaciones subversivas. Esto, sumado a las elecciones de diputados a Cortes, de diputados provinciales y de ayuntamientos constitucionales, volvió a alterar los ánimos.
En este contexto surgió un plan independentista dentro de las filas realistas. Su autor, Agustín de Iturbide, un militar criollo nacido en Valladolid, simpatizaba con la autonomía pero había rechazado el curso violento del movimiento insurgente. Desde 1815 había expresado la facilidad con la que podría lograrse la independencia de unirse los americanos de los dos ejércitos beligerantes. Don Agustín no había sufrido una sola derrota, pero una acusación había interrumpido su carrera y, aunque fue relevado de aquélla, prefirió volver a la vida privada. La experiencia de la guerra y su retiro le permitieron reflexionar sobre la situación, y su acceso a amplias capas de la población lo familiarizó con los diversos puntos de vista de los novohispanos, mismos que fue conjugando en un plan para consumar de manera pacífica la independencia. Su prestigio hizo que el grupo opositor a la constitución se le acercara pero, contrariamente a la interpretación tradicional, Iturbide no se sumó a esa corriente sino que buscó un apoyo general. Al ofrecerle Apodaca el mando del sur para liquidar a Guerrero, Iturbide vio la oportunidad de lograr su objetivo, por lo que informó sobre sus planes a los diputados novohispanos que marchaban rumbo a España.
Iturbide confiaba en vencer a Guerrero o lograr que se acogiera al indulto, pero como la empresa resultara más complicada lo invitó a unírsele. Guerrero, a su vez, consciente de su aislamiento, había llegado también a una conclusión semejante: la independencia sólo era posible en unión con un jefe realista. Al principio desconfió de su viejo enemigo, pero el plan y las seguridades que le ofreció Iturbide terminaron por convencerlo, por lo que pidió a sus tropas que lo reconocieran «como el primer jefe de los ejércitos nacionales».
Para lograr el consenso, Iturbide había fundamentado el plan sobre tres garantías: religión, unión e independencia, que resumían los empeños criollos de 1808 y los de los insurgentes; la de unión buscaba tranquilizar a los peninsulares. El 24 de febrero de 1821, en Iguala, se proclamó el plan. Se enviaron copias al rey, a todas las autoridades civiles y militares del reino y a los jefes realistas e insurgentes. El plan fue recibido con entusiasmo por la población y el ejército, a excepción de jefes militares y autoridades de la capital, y algunos comandantes peninsulares.
Mientras tanto, en Madrid, los diputados novohispanos habían logrado que se nombrara al liberal Juan de O'Donojú jefe político de Nueva España. También, en un último intento por lograr la autonomía dentro del imperio español, presentaron una proposición federalista en junio de 1821 que ni siquiera fue discutida, por lo que se retiraron. O'Donojú llegó a Veracruz en julio, cuando el movimiento de Iguala ya se había extendido por todo el virreinato, lo que lo convenció de que la independencia era irreversible. Por tanto, informó al gobierno que era imposible contrarrestarla: «Nosotros mismos hemos experimentando lo que sabe hacer un pueblo cuando quiere ser libre». Convencido, decidió entrevistarse con Iturbide, con quien firmó los Tratados de Córdoba en los que reconocía la independencia y el establecimiento de un Imperio Mexicano, pero que salvaba la unión con España al ser encabezado por un miembro de la dinastía reinante. Enseguida, O'Donojú exigió la capitulación del ejército que ocupaba la capital, lo que permitió que el 27 de septiembre de 1821 una ciudad engalanada con arcos triunfales recibiera entusiasmada al libertador Iturbide, a Guerrero y al Ejército Trigarante. Desfiles, juegos pirotécnicos y canciones celebraron la independencia y al libertador, mientras el optimismo general disimulaba las contradicciones existentes entre realistas e insurgentes.
Josefina Zoraida Vázquez, “La Revolución de Independencia”, en Nueva Historia Mínima de México, SEP-El Colegio de México, 2004., PP. 139-148
lunes, 3 de abril de 2017
Herejía
"Un
desafío a la Iglesia
En
la última parte de la Antigüedad y el transcurso de la Edad Media,
la sociedad europea estaba dominada por la religión, y cualquier
cambio en los puntos de vista sobre ésta afectaba la estabilidad
política. En contraposición a la Iglesia rica y ostentosa,
surgieron ideas de cambio que recuperaban valores como la pobreza y
la pureza y crearon propuestas utópicas regidas por la fraternidad y
la distribución de los bienes. Por su parte, la Iglesia católica,
asociada al poder político, se consideró como la custodia de una
revelación divina que sólo ella estaba autorizada a exponer bajo la
inspiración del Espíritu Santo.
Ante
esta polarización (un mundo plural y contradictorio enfrentado a un
rígido discurso institucional) en sólo algunos años las herejías
se multiplicaron como una reacción de rostros muy diversos: eran, a
la vez, protesta religiosa, innovación teológica, llamado a un
cambio, interés por crear una nueva religión, reivindicación
étnica o disidencia nacionalista en un horizonte político dominado
por la religión y sus autoridades.
Los
primeros estudiosos distinguieron la diferencia entre un hereje y un
apóstata. El apóstata reniega de la fe católica en su integridad y
adopta una religión distinta, como el Islam o el Judaísmo. El
hereje conserva su fe en Dios y en Cristo, aunque con distintos
matices. Durante esa época también se estableció la distinción
entre herejía y cisma. La herejía se definía como un rompimiento
con la doctrina de la Iglesia católica y la búsqueda de una nueva
legitimidad a partir del mensaje de Jesucristo. El cisma era, más
bien, una seria protesta contra el episcopado y sus decisiones en
términos de disciplina. Los cismáticos ponen en peligro la unidad
de la Iglesia, que consiste en la conexión de sus miembros entre sí,
y con el conjunto de autoridades que la rigen. La máxima autoridad
es el Papa, y por eso se da el nombre de “cismáticos” a quienes
no se someten a la autoridad de éste ni se comunican con los
miembros de la Iglesia sujetos a él.
La
doctrina católica no pierde de vista que existen personas que sólo
son rebeldes, y su rebeldía no alcanza los grados del apóstata, el
hereje y el cismático. De esta manera hay grados de herejía: el
grado máximo es la negación persistente de alguna verdad afirmada
por la Iglesia. La herejía se considera un pecado porque su
naturaleza es la destrucción de la fe cristiana, y de esta manera,
priva al alma de un beneficio espiritual. De acuerdo con la Iglesia
la fe es la posesión más preciosa del hombre, por lo que su
negación es el mayor mal posible que puede sufrir.
Y
para preservar esa fe, según esto, la Iglesia debe mantener su
unidad. Por eso no deja lugar a los juicios personales, pues éstos
desafían la autoridad divina, y golpean los fundamentos de la
creencia. El pecado de herejía, de esta manera, no se mide en
términos de su contenido, sino de su actitud de cuestionamiento:
representa un desafío contra una autoridad presuntamente constituida
por derecho divino que representa a Dios en la Tierra.
Una
perspectiva histórica
Antes
de que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial del
Imperio Romano, los herejes sólo sufrían castigos menores impuestos
por las autoridades eclesiásticas, que entonces aún carecían del
poder que iban tener después. La idea de equiparar a la herejía con
la perversión surgió hasta el siglo II. San Justino Mártir
consideró herejes a quienes trataban de incorporar al cristianismo
ideas de las religiones previas o procedentes de otras latitudes, y
afirmó que estaban inspirados por el demonio. De acuerdo con el
santo, y con Ireneo del Lyon, un arzobispo ortodoxo, el primer gran
hereje de la historia fue Simón el Mago.
Los
padres apostólicos, autores cristianos del siglo II, apelaron a los
profetas y a los apóstoles como fuentes de la autoridad doctrinal.
En ese entonces bajo el concepto general de gnosticismo se cobijaban
numerosas sectas que afirmaban tener un conocimiento secreto de la
revelación divina.
Cuando
el emperador Constantino adoptó el cristianismo como religión de
Estado (en un movimiento político que buscaba fortalecer el
debilitado Imperio Romano y mantener como súbditos a los cristianos,
grupo cada vez más numeroso), la Iglesia tuvo todo el soporte del
poder político; las condenas y los castigos se volvieron oficiales y
de gran severidad. El primer condenado por cargos de herejía fue el
obispo español Prisciliano, ejecutado en Treves en 385 por órdenes
del emperador Máximo –y resolución del sínodo de Bordeaux–
bajo los cargos de hechicería e inmoralidad.
Los
códigos de Teodosio y Justiniano contemplaban ya penas para los
herejes, puesto que la diferencia de opinión con respecto a la
visión oficial provocaba disturbios populares. Ireneo y Tertuliano
pusieron gran énfasis en la llamada “regla de la fe”, un sumario
de las creencias cristianas esenciales que, supuestamente, provenían
de la época de los apóstoles.
De
este modo, en sus primeros siglos la Iglesia católica enfrentó
varias corrientes heréticas que tenían una visión particular de
las verdades religiosas. Los concilios eclesiásticos se convirtieron
en los instrumentos para definir la ortodoxia y condenar la herejía.
Las
resoluciones tomadas en ellos, para ser válidas, debían ser
aprobadas por el Papa. En el siglo VIII el teólogo español Félix
de Urgel, siguiendo las tesis de la herejía adopcionista, afirmó
que Jesús era hijo adoptivo de Dios y no participaba de su misma
sustancia: fue condenado a la hoguera.
Ya
en el siglo XIII el clero católico (establecido a partir de
innumerables disputas doctrinales) empleaba feroces métodos para
combatir a ese pensamiento disidente. Está, por ejemplo, el brutal
ataque contra los cátaros de Languedoc y el establecimiento de la
Inquisición, máximo tribunal religioso dedicado a detectar y
combatir errores de fe. Llegaron a cometer excesos sin nombre.
Desde
el presente la Iglesia justifica esos errores pasados aceptando que
cuando sus opositores conquistaron el poder emplearon métodos igual
de crueles contra los católicos. La observación resulta muy
interesante para comprobar que los herejes son quienes van contra un
sistema –el que sea– y que su pecado es la disidencia. El ejemplo
fue claro en los casos de los hugonotes en Francia, los calvinistas
de Ginebra y los puritanos de Gran Bretaña que arrasaron a la
población católica.
De
igual forma, los católicos han sido perseguidos en muchos lugares
donde el poder se encuentra en manos de un grupo que no piensa como
ellos: allí están los casos de cientos y cientos de mártires que,
literalmente, han dado su vida como testimonio de fe en sociedades
con otras creencias.
Como
máxima justificación teológica para perseguir a sus opositores con
violencia, los católicos recuperaron las palabras de Cristo que
aparecen en el Evangelio según San Mateo (10:34): “No creáis que
he venido a traer la paz sobre la Tierra. No he venido a traer la paz
sino la espada”. Allí se encuentra, consideran, una predicción de
lo que vino después, y una justificación moral al sanguinario
combate contra los infieles. Y esto refleja hasta qué punto pueden
distorsionarse las doctrinas para los fines que sea.
Tiempos
de cambio
En
el siglo XVI la Reforma protestante marcó la ruptura radical de la
unidad doctrinaria que había caracterizado a la Iglesia católica.
En un curioso movimiento sus líderes, como Martín Lutero y Juan
Calvino, impusieron castigos muy severos a quienes disentían de su
forma de pensar.
Sin
embargo, muchas naciones protestantes, con la llegada de la
Ilustración y el espíritu liberal de los siglos XVIII y XIX, fueron
las primeras en abolir el concepto de herejía y abrir las puertas a
nuevas formas de vivir la religión. Con el creciente desarrollo de
la tolerancia y el movimiento ecuménico del siglo XX, la mayor parte
de las iglesias protestantes revisaron a fondo la noción de
“herejía” y fueron menos severas en su juicio. La Iglesia
católica no pudo permanecer ajena a ese movimiento. Hoy día, en
pleno siglo XXI, existen cientos de religiones en forma, sectas
respetables y otras no tanto que viven de acuerdo con su propia
interpretación de las enseñanzas de Cristo. Sin embargo, aún hay
intensos focos de intolerancia en donde es mal vista cualquier
divergencia de la religión canónica."
Por
Rafael Muñoz Saldaña
¡Herejía! Origen
e historia de la oposición a las creencias dominantes (Fragmento). Muy
Interesante, Año XXII No. 3 . 1o de marzo de 2005.
Revista Mensual. Editorial Televisa, S.A. de C.V. pp. 24-30
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