"Un
desafío a la Iglesia
En
la última parte de la Antigüedad y el transcurso de la Edad Media,
la sociedad europea estaba dominada por la religión, y cualquier
cambio en los puntos de vista sobre ésta afectaba la estabilidad
política. En contraposición a la Iglesia rica y ostentosa,
surgieron ideas de cambio que recuperaban valores como la pobreza y
la pureza y crearon propuestas utópicas regidas por la fraternidad y
la distribución de los bienes. Por su parte, la Iglesia católica,
asociada al poder político, se consideró como la custodia de una
revelación divina que sólo ella estaba autorizada a exponer bajo la
inspiración del Espíritu Santo.
Ante
esta polarización (un mundo plural y contradictorio enfrentado a un
rígido discurso institucional) en sólo algunos años las herejías
se multiplicaron como una reacción de rostros muy diversos: eran, a
la vez, protesta religiosa, innovación teológica, llamado a un
cambio, interés por crear una nueva religión, reivindicación
étnica o disidencia nacionalista en un horizonte político dominado
por la religión y sus autoridades.
Los
primeros estudiosos distinguieron la diferencia entre un hereje y un
apóstata. El apóstata reniega de la fe católica en su integridad y
adopta una religión distinta, como el Islam o el Judaísmo. El
hereje conserva su fe en Dios y en Cristo, aunque con distintos
matices. Durante esa época también se estableció la distinción
entre herejía y cisma. La herejía se definía como un rompimiento
con la doctrina de la Iglesia católica y la búsqueda de una nueva
legitimidad a partir del mensaje de Jesucristo. El cisma era, más
bien, una seria protesta contra el episcopado y sus decisiones en
términos de disciplina. Los cismáticos ponen en peligro la unidad
de la Iglesia, que consiste en la conexión de sus miembros entre sí,
y con el conjunto de autoridades que la rigen. La máxima autoridad
es el Papa, y por eso se da el nombre de “cismáticos” a quienes
no se someten a la autoridad de éste ni se comunican con los
miembros de la Iglesia sujetos a él.
La
doctrina católica no pierde de vista que existen personas que sólo
son rebeldes, y su rebeldía no alcanza los grados del apóstata, el
hereje y el cismático. De esta manera hay grados de herejía: el
grado máximo es la negación persistente de alguna verdad afirmada
por la Iglesia. La herejía se considera un pecado porque su
naturaleza es la destrucción de la fe cristiana, y de esta manera,
priva al alma de un beneficio espiritual. De acuerdo con la Iglesia
la fe es la posesión más preciosa del hombre, por lo que su
negación es el mayor mal posible que puede sufrir.
Y
para preservar esa fe, según esto, la Iglesia debe mantener su
unidad. Por eso no deja lugar a los juicios personales, pues éstos
desafían la autoridad divina, y golpean los fundamentos de la
creencia. El pecado de herejía, de esta manera, no se mide en
términos de su contenido, sino de su actitud de cuestionamiento:
representa un desafío contra una autoridad presuntamente constituida
por derecho divino que representa a Dios en la Tierra.
Una
perspectiva histórica
Antes
de que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial del
Imperio Romano, los herejes sólo sufrían castigos menores impuestos
por las autoridades eclesiásticas, que entonces aún carecían del
poder que iban tener después. La idea de equiparar a la herejía con
la perversión surgió hasta el siglo II. San Justino Mártir
consideró herejes a quienes trataban de incorporar al cristianismo
ideas de las religiones previas o procedentes de otras latitudes, y
afirmó que estaban inspirados por el demonio. De acuerdo con el
santo, y con Ireneo del Lyon, un arzobispo ortodoxo, el primer gran
hereje de la historia fue Simón el Mago.
Los
padres apostólicos, autores cristianos del siglo II, apelaron a los
profetas y a los apóstoles como fuentes de la autoridad doctrinal.
En ese entonces bajo el concepto general de gnosticismo se cobijaban
numerosas sectas que afirmaban tener un conocimiento secreto de la
revelación divina.
Cuando
el emperador Constantino adoptó el cristianismo como religión de
Estado (en un movimiento político que buscaba fortalecer el
debilitado Imperio Romano y mantener como súbditos a los cristianos,
grupo cada vez más numeroso), la Iglesia tuvo todo el soporte del
poder político; las condenas y los castigos se volvieron oficiales y
de gran severidad. El primer condenado por cargos de herejía fue el
obispo español Prisciliano, ejecutado en Treves en 385 por órdenes
del emperador Máximo –y resolución del sínodo de Bordeaux–
bajo los cargos de hechicería e inmoralidad.
Los
códigos de Teodosio y Justiniano contemplaban ya penas para los
herejes, puesto que la diferencia de opinión con respecto a la
visión oficial provocaba disturbios populares. Ireneo y Tertuliano
pusieron gran énfasis en la llamada “regla de la fe”, un sumario
de las creencias cristianas esenciales que, supuestamente, provenían
de la época de los apóstoles.
De
este modo, en sus primeros siglos la Iglesia católica enfrentó
varias corrientes heréticas que tenían una visión particular de
las verdades religiosas. Los concilios eclesiásticos se convirtieron
en los instrumentos para definir la ortodoxia y condenar la herejía.
Las
resoluciones tomadas en ellos, para ser válidas, debían ser
aprobadas por el Papa. En el siglo VIII el teólogo español Félix
de Urgel, siguiendo las tesis de la herejía adopcionista, afirmó
que Jesús era hijo adoptivo de Dios y no participaba de su misma
sustancia: fue condenado a la hoguera.
Ya
en el siglo XIII el clero católico (establecido a partir de
innumerables disputas doctrinales) empleaba feroces métodos para
combatir a ese pensamiento disidente. Está, por ejemplo, el brutal
ataque contra los cátaros de Languedoc y el establecimiento de la
Inquisición, máximo tribunal religioso dedicado a detectar y
combatir errores de fe. Llegaron a cometer excesos sin nombre.
Desde
el presente la Iglesia justifica esos errores pasados aceptando que
cuando sus opositores conquistaron el poder emplearon métodos igual
de crueles contra los católicos. La observación resulta muy
interesante para comprobar que los herejes son quienes van contra un
sistema –el que sea– y que su pecado es la disidencia. El ejemplo
fue claro en los casos de los hugonotes en Francia, los calvinistas
de Ginebra y los puritanos de Gran Bretaña que arrasaron a la
población católica.
De
igual forma, los católicos han sido perseguidos en muchos lugares
donde el poder se encuentra en manos de un grupo que no piensa como
ellos: allí están los casos de cientos y cientos de mártires que,
literalmente, han dado su vida como testimonio de fe en sociedades
con otras creencias.
Como
máxima justificación teológica para perseguir a sus opositores con
violencia, los católicos recuperaron las palabras de Cristo que
aparecen en el Evangelio según San Mateo (10:34): “No creáis que
he venido a traer la paz sobre la Tierra. No he venido a traer la paz
sino la espada”. Allí se encuentra, consideran, una predicción de
lo que vino después, y una justificación moral al sanguinario
combate contra los infieles. Y esto refleja hasta qué punto pueden
distorsionarse las doctrinas para los fines que sea.
Tiempos
de cambio
En
el siglo XVI la Reforma protestante marcó la ruptura radical de la
unidad doctrinaria que había caracterizado a la Iglesia católica.
En un curioso movimiento sus líderes, como Martín Lutero y Juan
Calvino, impusieron castigos muy severos a quienes disentían de su
forma de pensar.
Sin
embargo, muchas naciones protestantes, con la llegada de la
Ilustración y el espíritu liberal de los siglos XVIII y XIX, fueron
las primeras en abolir el concepto de herejía y abrir las puertas a
nuevas formas de vivir la religión. Con el creciente desarrollo de
la tolerancia y el movimiento ecuménico del siglo XX, la mayor parte
de las iglesias protestantes revisaron a fondo la noción de
“herejía” y fueron menos severas en su juicio. La Iglesia
católica no pudo permanecer ajena a ese movimiento. Hoy día, en
pleno siglo XXI, existen cientos de religiones en forma, sectas
respetables y otras no tanto que viven de acuerdo con su propia
interpretación de las enseñanzas de Cristo. Sin embargo, aún hay
intensos focos de intolerancia en donde es mal vista cualquier
divergencia de la religión canónica."
Por
Rafael Muñoz Saldaña
¡Herejía! Origen
e historia de la oposición a las creencias dominantes (Fragmento). Muy
Interesante, Año XXII No. 3 . 1o de marzo de 2005.
Revista Mensual. Editorial Televisa, S.A. de C.V. pp. 24-30
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