lunes, 3 de abril de 2017

Herejía


"Un desafío a la Iglesia

En la última parte de la Antigüedad y el transcurso de la Edad Media, la sociedad europea estaba dominada por la religión, y cualquier cambio en los puntos de vista sobre ésta afectaba la estabilidad política. En contraposición a la Iglesia rica y ostentosa, surgieron ideas de cambio que recuperaban valores como la pobreza y la pureza y crearon propuestas utópicas regidas por la fraternidad y la distribución de los bienes. Por su parte, la Iglesia católica, asociada al poder político, se consideró como la custodia de una revelación divina que sólo ella estaba autorizada a exponer bajo la inspiración del Espíritu Santo.

Ante esta polarización (un mundo plural y contradictorio enfrentado a un rígido discurso institucional) en sólo algunos años las herejías se multiplicaron como una reacción de rostros muy diversos: eran, a la vez, protesta religiosa, innovación teológica, llamado a un cambio, interés por crear una nueva religión, reivindicación étnica o disidencia nacionalista en un horizonte político dominado por la religión y sus autoridades.

Los primeros estudiosos distinguieron la diferencia entre un hereje y un apóstata. El apóstata reniega de la fe católica en su integridad y adopta una religión distinta, como el Islam o el Judaísmo. El hereje conserva su fe en Dios y en Cristo, aunque con distintos matices. Durante esa época también se estableció la distinción entre herejía y cisma. La herejía se definía como un rompimiento con la doctrina de la Iglesia católica y la búsqueda de una nueva legitimidad a partir del mensaje de Jesucristo. El cisma era, más bien, una seria protesta contra el episcopado y sus decisiones en términos de disciplina. Los cismáticos ponen en peligro la unidad de la Iglesia, que consiste en la conexión de sus miembros entre sí, y con el conjunto de autoridades que la rigen. La máxima autoridad es el Papa, y por eso se da el nombre de “cismáticos” a quienes no se someten a la autoridad de éste ni se comunican con los miembros de la Iglesia sujetos a él.

La doctrina católica no pierde de vista que existen personas que sólo son rebeldes, y su rebeldía no alcanza los grados del apóstata, el hereje y el cismático. De esta manera hay grados de herejía: el grado máximo es la negación persistente de alguna verdad afirmada por la Iglesia. La herejía se considera un pecado porque su naturaleza es la destrucción de la fe cristiana, y de esta manera, priva al alma de un beneficio espiritual. De acuerdo con la Iglesia la fe es la posesión más preciosa del hombre, por lo que su negación es el mayor mal posible que puede sufrir.

Y para preservar esa fe, según esto, la Iglesia debe mantener su unidad. Por eso no deja lugar a los juicios personales, pues éstos desafían la autoridad divina, y golpean los fundamentos de la creencia. El pecado de herejía, de esta manera, no se mide en términos de su contenido, sino de su actitud de cuestionamiento: representa un desafío contra una autoridad presuntamente constituida por derecho divino que representa a Dios en la Tierra.

Una perspectiva histórica

Antes de que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial del Imperio Romano, los herejes sólo sufrían castigos menores impuestos por las autoridades eclesiásticas, que entonces aún carecían del poder que iban tener después. La idea de equiparar a la herejía con la perversión surgió hasta el siglo II. San Justino Mártir consideró herejes a quienes trataban de incorporar al cristianismo ideas de las religiones previas o procedentes de otras latitudes, y afirmó que estaban inspirados por el demonio. De acuerdo con el santo, y con Ireneo del Lyon, un arzobispo ortodoxo, el primer gran hereje de la historia fue Simón el Mago.

Los padres apostólicos, autores cristianos del siglo II, apelaron a los profetas y a los apóstoles como fuentes de la autoridad doctrinal. En ese entonces bajo el concepto general de gnosticismo se cobijaban numerosas sectas que afirmaban tener un conocimiento secreto de la revelación divina.

Cuando el emperador Constantino adoptó el cristianismo como religión de Estado (en un movimiento político que buscaba fortalecer el debilitado Imperio Romano y mantener como súbditos a los cristianos, grupo cada vez más numeroso), la Iglesia tuvo todo el soporte del poder político; las condenas y los castigos se volvieron oficiales y de gran severidad. El primer condenado por cargos de herejía fue el obispo español Prisciliano, ejecutado en Treves en 385 por órdenes del emperador Máximo –y resolución del sínodo de Bordeaux– bajo los cargos de hechicería e inmoralidad.

Los códigos de Teodosio y Justiniano contemplaban ya penas para los herejes, puesto que la diferencia de opinión con respecto a la visión oficial provocaba disturbios populares. Ireneo y Tertuliano pusieron gran énfasis en la llamada “regla de la fe”, un sumario de las creencias cristianas esenciales que, supuestamente, provenían de la época de los apóstoles.

De este modo, en sus primeros siglos la Iglesia católica enfrentó varias corrientes heréticas que tenían una visión particular de las verdades religiosas. Los concilios eclesiásticos se convirtieron en los instrumentos para definir la ortodoxia y condenar la herejía.

Las resoluciones tomadas en ellos, para ser válidas, debían ser aprobadas por el Papa. En el siglo VIII el teólogo español Félix de Urgel, siguiendo las tesis de la herejía adopcionista, afirmó que Jesús era hijo adoptivo de Dios y no participaba de su misma sustancia: fue condenado a la hoguera.

Ya en el siglo XIII el clero católico (establecido a partir de innumerables disputas doctrinales) empleaba feroces métodos para combatir a ese pensamiento disidente. Está, por ejemplo, el brutal ataque contra los cátaros de Languedoc y el establecimiento de la Inquisición, máximo tribunal religioso dedicado a detectar y combatir errores de fe. Llegaron a cometer excesos sin nombre.

Desde el presente la Iglesia justifica esos errores pasados aceptando que cuando sus opositores conquistaron el poder emplearon métodos igual de crueles contra los católicos. La observación resulta muy interesante para comprobar que los herejes son quienes van contra un sistema –el que sea– y que su pecado es la disidencia. El ejemplo fue claro en los casos de los hugonotes en Francia, los calvinistas de Ginebra y los puritanos de Gran Bretaña que arrasaron a la población católica.

De igual forma, los católicos han sido perseguidos en muchos lugares donde el poder se encuentra en manos de un grupo que no piensa como ellos: allí están los casos de cientos y cientos de mártires que, literalmente, han dado su vida como testimonio de fe en sociedades con otras creencias.

Como máxima justificación teológica para perseguir a sus opositores con violencia, los católicos recuperaron las palabras de Cristo que aparecen en el Evangelio según San Mateo (10:34): “No creáis que he venido a traer la paz sobre la Tierra. No he venido a traer la paz sino la espada”. Allí se encuentra, consideran, una predicción de lo que vino después, y una justificación moral al sanguinario combate contra los infieles. Y esto refleja hasta qué punto pueden distorsionarse las doctrinas para los fines que sea.

Tiempos de cambio

En el siglo XVI la Reforma protestante marcó la ruptura radical de la unidad doctrinaria que había caracterizado a la Iglesia católica. En un curioso movimiento sus líderes, como Martín Lutero y Juan Calvino, impusieron castigos muy severos a quienes disentían de su forma de pensar.

Sin embargo, muchas naciones protestantes, con la llegada de la Ilustración y el espíritu liberal de los siglos XVIII y XIX, fueron las primeras en abolir el concepto de herejía y abrir las puertas a nuevas formas de vivir la religión. Con el creciente desarrollo de la tolerancia y el movimiento ecuménico del siglo XX, la mayor parte de las iglesias protestantes revisaron a fondo la noción de “herejía” y fueron menos severas en su juicio. La Iglesia católica no pudo permanecer ajena a ese movimiento. Hoy día, en pleno siglo XXI, existen cientos de religiones en forma, sectas respetables y otras no tanto que viven de acuerdo con su propia interpretación de las enseñanzas de Cristo. Sin embargo, aún hay intensos focos de intolerancia en donde es mal vista cualquier divergencia de la religión canónica."

 
Por Rafael Muñoz Saldaña

¡Herejía! Origen e historia de la oposición a las creencias dominantes (Fragmento). Muy Interesante, Año XXII No. 3 . 1o de marzo de 2005. Revista Mensual. Editorial Televisa, S.A. de C.V. pp. 24-30

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