lunes, 24 de abril de 2017

La Revolución de Independencia





La sociedad novohispana estaba formaba por un mosaico humano. Sólo 17.5% lo formaban los peninsulares y los criollos, sus descendientes, habitantes de las ciudades. El grupo peninsular, era minúsculo y la población distinguía entre los burócratas y los residentes permanentes. El grupo criollo era el más educado y 5% era propietario de grandes fortunas, algunos hasta con títulos nobiliarios; pero la mayoría la formaban rancheros, comerciantes, empresarios, funcionarios, religiosos y militares medios, aspirantes a los altos puestos. Alrededor de 60% de la población la representaban los indígenas, que mantenían sus estructuras corporativas. Del pequeño grupo de nobles indígenas que hablaba castellano procedían los caciques, gobernadores, hacendados y comerciantes, pero la mayoría monolingüe era la principal fuerza de trabajo y pagaba tributo. Las alteraciones climáticas periódicas y el desarrollo de la hacienda habían llevado a muchos de sus miembros a buscar protección en el peonaje. Casi 22% de la población lo constituían las castas, mezcla de españoles, criollos, indios, negros, mulatos y mestizos, carentes de tierra e imposibilitados para los cargos públicos y para el grado de maestro en los gremios. Desempeñaban toda actividad no prohibida expresamente: mineros, sirvientes, artesanos, capataces, arrieros, mayordomos. Algunos se habían desplazado al norte en busca de fortuna y otros eran mendigos, léperos y malhechores que pululaban en ciudades y centros mineros. Apenas 0.5% era población negra, en parte esclava en haciendas azucareras.

La ciudad de México disfrutaba de tranquilidad cuando el 8 de junio de 1808 llegó la noticia de que Carlos IV había abdicado en favor de su hijo Fernando. Apenas se preparaba la celebración del evento cuando una nueva noticia alteró los ánimos: la corona había quedado en poder de Napoleón. Al estupor sucedió la preocupación por las consecuencias que el hecho tendría para Nueva España.
El acontecimiento se había producido dentro de un complejo contexto en el que Napoleón trataba de imponer el bloqueo continental contra su enemiga, Gran Bretaña, por lo que había forzado a España a consentir que los ejércitos franceses atravesaran su territorio para someter a Portugal, aliada de los británicos. Antes de delegar la corona de España en su hermano José, Napoleón convocó una asamblea de representantes y concedió a los españoles una carta constitucional que les garantizaba ciertos derechos y otorgaba igualdad a los americanos.
Sin embargo, el pueblo español rechazó la imposición y se levantó en armas. Para organizar la ofensiva se formaron juntas regionales que, por necesidades de coordinación y representación, se unificaron en una junta suprema. Pero ésta fue incapaz de cumplir con su cometido y nombró una regencia que convocó elecciones a Cortes, es decir, la reunión de los representantes de la nobleza, el clero y el pueblo, para que debatieran cómo se gobernaría el imperio en ausencia del rey legítimo.

Aunque los novohispanos habían jurado fidelidad a Fernando VII, el ayuntamiento de México, al igual que los de otras partes del imperio, consideró que por ausencia del rey la soberanía se había revertido al reino, lo que hacía indispensable convocar una junta de ayuntamientos para decidir su gobierno. El virrey José de Iturrigaray otorgó su anuencia, pero los oidores del real acuerdo (que era presidido por el virrey) se opusieron ante el temor de que se pretendiera la independencia. Era verdad que algunos individuos simpatizaban con la idea, convencidos de que el reino tenía recursos para proveer la felicidad de sus habitantes, pero la gran mayoría aspiraba a una autonomía a la que creían tener derecho.

Mientras el reino convocaba una junta similar a las de la península, algunos burócratas y comerciantes peninsulares prepararon un golpe de Estado. En la medianoche del 15 de septiembre de 1808, unos 300 hombres al mando del rico hacendado Gabriel de Yermo penetraron al palacio y apresaron al virrey y su familia. Los líderes del ayuntamiento también fueron apresados. Al mismo tiempo, en la sala de acuerdos se declaraba virrey al militar más viejo del reino. El golpe no sólo infringía las vías del derecho, sino que mostraba las de la violencia. El reacio ejemplo de los peninsulares provocó la frustración criolla que se manifestó en conspiraciones, en el marco de una sequía que produjo escasez de granos. Después de que la junta de Sevilla nombrara virrey al arzobispo Francisco Xavier Lizana, surgió la primera conspiración en Valladolid. No tardó en ser descubierta, pero el arzobispo‑virrey, con lenidad, sólo desterró a los implicados. Sin embargo, la conspiración ya se había extendido a Querétaro, próspero cruce de caminos. En casa de los corregidores Miguel y Josefa Domínguez se organizaban "tertulias literarias" a las que asistían los capitanes Ignacio Allende y Juan Aldama, algunos sacerdotes y comerciantes y el cura de Dolores, Miguel Hidalgo, hombre ilustrado y ex rector del Colegio de San Nicolás de Valladolid. Los conspiradores planeaban iniciar una insurrección en diciembre, al tiempo de la feria de San Juan de los Lagos, pero al ser denunciados, Allende, Aldama e Hidalgo no tuvieron otra alternativa que lanzarse ala lucha. Como ese 16 de septiembre era domingo, el cura llamó a misa, pero una vez reunidos los feligreses los convocó a unirse y luchar contra el mal gobierno. Peones, campesinos y artesanos, con todo y sus mujeres y niños, aprestaron hondas, palos, instrumentos de labranza o armas, cuando las tenían, y siguieron al cura.

Esa misma noche, las huestes ocuparon San Miguel el Grande y unos días después, en Celaya, aquella muchedumbre nombró a Hidalgo generalísimo y a Allende teniente general. En el santuario de Atotonilco, Hidalgo dio a ese ejército su primera bandera: una imagen de la virgen de Guadalupe. Dos semanas más tarde, los insurgentes estaban a las puertas de la rica ciudad de Guanajuato. Hidalgo emplazó al intendente Juan Antonio Riaño a rendirse, pero éste decidió atrincherarse en la alhóndiga de Granaditas con los vecinos ricos y sus caudales. Hidalgo dio la orden de ataque y, tras una larga resistencia, la muchedumbre invadió la alhóndiga y con furia se lanzó a una cruenta matanza y saqueo que Hidalgo y Allende no pudieron contener. El infortunado suceso le restaría simpatizantes al movimiento y retardaría su triunfo.

Para entonces se había recibido en la capital la convocatoria para elegir a los 17 diputados que representarían a Nueva España en las Cortes de Cádiz, lo que provocó efervescencia social. El arzobispo había sido sustituido por don Francisco Xavier Venegas, cuya mala suerte lo hizo estrenarse como virrey unos días antes de que estallara el movimiento, obligándolo a organizar la defensa sin conocimiento del reino. De inmediato ordenó al general Félix María Calleja avanzar hacia México y traer la virgen de los Remedios a la capital.

A pesar del temor que despertó la violencia, las desigualdades e injusticias extendieron la insurrección por todo el territorio novohispano. José María Morelos, cura de Carácuaro, se presentó ante Miguel Hidalgo y recibió el encargo de tomar Acapulco. José Antonio Torres asaltó Guadalajara y por otras partes se repitió algo semejante. En cambio, Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Valladolid, gran promotor de una solución justa a los problemas sociales novohispanos, rechazó la violencia del movimiento y excomulgó a Hidalgo. Al enterarse de que los insurgentes marchaban hacia Valladolid, huyó mientras las autoridades entregaban la ciudad para evitar la suerte de Guanajuato y el cabildo catedralicio levantaba la excomunión a don Miguel.

Para fines de octubre, las huestes de Hidalgo estaban en el monte de las Cruces, a las puertas de la ciudad de México, donde el 30 de octubre aquella muchedumbre heterogénea se enfrentó y derrotó a mil criollos realistas. La ciudad se sobrecogió. Hidalgo buscó entrevistarse con el virrey pero terminó por ordenar la retirada, sin que sepamos por qué: ¿lo ocasionó la falta de apoyo de los pueblos indios del valle de Toluca? ¿Lo inspiró el temor de repetir los excesos de Guanajuato? ¿Temió verse acorralado por las tropas de Calleja? Lo cierto es que la etapa de las victorias había terminado, pues unos días después los insurgentes tropezaban con el ejército realista en Aculco y fueron derrotados. Allende, inconforme con la dirección de Hidalgo, marchó rumbo a Guanajuato, mientras el cura siguió camino a Guadalajara.

La ciudad recibió entusiasmada a Hidalgo. Éste, sin calibrar su precaria situación y con el título de alteza serenísima, organizó su gobierno, promovió la expansión del movimiento, ordenó la publicación del periódico El Despertador Americano, decretó la abolición de la esclavitud, del tributo indígena y de los estancos, y declaró que las tierras comunales eran de uso exclusivo de los indígenas. Por desgracia, también autorizó la ejecución de españoles prisioneros. Allende no tardó en llegar derrotado, al tiempo que las tropas de Calleja y de José de la Cruz, recién llegado de España, avanzaban hacia Guadalajara. Aunque estaba convencido de la imposibilidad de la defensa, Allende tuvo que organizarla. El desastre se consumó el 17 de enero de 1811 en Puente de Calderón, donde 5 000 realistas disciplinados derrotaron a 90 000 insurgentes.

Los jefes insurgentes lograron escapar y decidieron marchar al norte en busca de la ayuda norteamericana. En la hacienda de Pabellón, Allende y Aldama le arrebataron el mando a Hidalgo y, en Saltillo, decidieron dejar a Ignacio López Rayón al frente de la lucha. Pero una traición facilitó que Allende, Aldama, Hidalgo y José Mariano Jiménez fueran aprehendidos y conducidos a Chihuahua, donde fueron procesados y condenados. En sus dos procesos, Hidalgo enfrentó con honestidad la culpa de haber desatado la violencia y ordenado, sin juicio, la muerte de muchos españoles, porque "ni había para qué, pues estaban inocentes". Las cabezas de los cuatro jefes fueron enviadas a Guanajuato y se colocaron en las esquinas de la alhóndiga de Granaditas, pero el movimiento había herido de muerte al virreinato al romper el orden colonial y afectar hondamente la economía y la administración fiscal.

Mientras tanto, las Cortes españolas se reunían en Cádiz, con el fin de decidir el gobierno del imperio en ausencia del rey legítimo. Los debates y las noticias sobre las Cortes en la península eran leídas ávidamente por los novohispanos y con ello se politizaban. Tras largas discusiones se promulgó la Constitución de 1812, que fue jurada en México en septiembre. La nueva ley suprema establecía la monarquía constitucional, con división de poderes, libertad de imprenta, abolición del tributo, el establecimiento de diputaciones provinciales (seis en la Nueva España) y ayuntamientos constitucionales en toda población de mil o más habitantes, que debían organizar milicias cívicas para mantener el orden y contribuir a la defensa en caso de peligro. Se abolían los virreyes, que eran sustituidos por jefes políticos. La constitución satisfacía algunos de los anhelos criollos de libertad y representación, pero no les otorgaba la igualdad y la autonomía con que soñaban.

Como los americanos aprovecharon la libertad de prensa para difundir ideas libertarias en periódicos, hojas volantes y folletos, Venegas la suspendió. Mientras tanto, el plan de Calleja para combatir a los insurgentes había logrado cierto éxito, lo que aseguró que fuera nombrado jefe político, sucediendo a Venegas. Calleja difundió la constitución como instrumento contrarrevolucionario, pero celebró su abolición a la vuelta al trono de Fernando VII en 1814, ya que restringía sus poderes. De todas formas, los novohispanos ya habían experimentado su conversión en ciudadanos.
Al frente de los insurgentes, Rayón instaló en Zitácuaro una Suprema junta Gubernativa de América. Los insurgentes contaban con el apoyo de la sociedad secreta de los "Guadalupes", que les enviaba dinero, información y consejos, pero Calleja no tardó en desalojarlos de Zitácuaro. Por entonces empezaba a destacar como gran caudillo el cura Morelos. Sus antecedentes de arriero lo habían familiarizado con gentes y caminos, y su natural talento militar lo hizo optar por formar un ejército poco numeroso, pero disciplinado y entrenado, al tiempo que su sentido común le permitía sacar provecho de las precarias condiciones en que se movía. Con Hermenegildo Galeana y Mariano Matamoros, sus inapreciables colaboradores, y con fieles seguidores como Nicolás Bravo, Manuel Mier y Terán, Guadalupe Victoria y Vicente Guerrero logró apoderarse de Chilpancingo, Tixtla, Chilapa, Taxco, lzúcar y Cuautla. En este lugar resistió dos meses el sitio de Calleja, del cual logró escapar milagrosamente y reponerse. Una vez que los insurgentes dominaron un extenso territorio, Morelos procedió a convocar un congreso para que ejerciera la soberanía y organizara el gobierno. El congreso se inauguró el 14 de septiembre de 1813 en Chilpancingo con la lectura de los "Sentimientos a la Nación", en los que Morelos declaró que la América era libre, que la soberanía dimanaba del pueblo y el gobierno debía dividirse en tres poderes, con leyes iguales para todos, que moderaran la opulencia y la indigencia. Después de firmar la declaración de independencia, el congreso confirió el poder ejecutivo a Morelos, quien adoptó el título de Siervo de la Nación. La constitución redactada por el congreso, inspirada en buena parte en la española de 1812, se promulgó en Apatzingán el 22 de octubre de 1814. Por desgracia, el congreso se arrogó todo el poder y quitó a Morelos la libertad de acción. La lucha continuaba; aunque Morelos logró tomar Acapulco, fracasó en Valladolid y, acorralado, cayó prisionero el 5 de noviembre de 1815; después de enfrentar los procesos y la degradación eclesiástica fue fusilado el 22 de diciembre en San Cristóbal Ecatepec.

Para ese momento, el reino mostraba las huellas de los años de guerra. Su centro estaba devastado por la miseria y la ruina. El dominio ejercido por los insurgentes en amplias áreas había desarticulado la administración y el cobro de impuestos. Las necesidades de la lucha habían favorecido que los jefes militares –tanto insurgentes como realistas– ejercieran amplias facultades fiscales y judiciales, que servirían como base de su futuro poder político. De todas maneras, como la Nueva España parecía haberse pacificado, el gobierno español optó por experimentar una política de conciliación. Juan Ruiz de Apodaca fue nombrado virrey en 1816 y de inmediato ofreció una amnistía a los insurgentes, que muchos aceptaron. En medio de un orden que parecía haberse restaurado, en 1817 tuvo lugar el fugaz intento liberador encabezado por el padre Servando Teresa de Mier y el capitán español Francisco Xavier Mina. Con 300 mercenarios, Mina se introdujo hasta el Bajío, pero fue derrotado por las tropas realistas y fusilado el 11 de noviembre de ese año. Mier fue encarcelado en San Juan de Ulúa.

El viejo prestigio de la corona se había desgastado ante su incapacidad para restaurar el orden, cuando en enero de 1820 se presentó una coyuntura favorable para consumar la independencia. En la península, el comandante Rafael de Riego se pronunciaba por la restauración de la Constitución de 1812 en los primeros días de enero y forzaba al rey a jurarla, con lo que provocó que todo el imperio lo hiciera y se convocaran las elecciones a Cortes.

Para entonces, los diez años de lucha habían transformado tanto a la Nueva España que incluso los peninsulares se inclinaban por la independencia, aunque cada grupo por razones diferentes. Las altas jerarquías del ejército y la iglesia la favorecían, temerosas de que el radicalismo de las nuevas Cortes abolieran sus privilegios, entre ellos sus fueros. Otros grupos deseaban una constitución adecuada al reino, mientras algunos más preferían el establecimiento de una república. Por lo pronto, el orden constitucional liberó a los insurgentes encarcelados y la vigencia de la libertad de imprenta permitió la aparición de publicaciones subversivas. Esto, sumado a las elecciones de diputados a Cortes, de diputados provinciales y de ayuntamientos constitucionales, volvió a alterar los ánimos.
En este contexto surgió un plan independentista dentro de las filas realistas. Su autor, Agustín de Iturbide, un militar criollo nacido en Valladolid, simpatizaba con la autonomía pero había rechazado el curso violento del movimiento insurgente. Desde 1815 había expresado la facilidad con la que podría lograrse la independencia de unirse los americanos de los dos ejércitos beligerantes. Don Agustín no había sufrido una sola derrota, pero una acusación había interrumpido su carrera y, aunque fue relevado de aquélla, prefirió volver a la vida privada. La experiencia de la guerra y su retiro le permitieron reflexionar sobre la situación, y su acceso a amplias capas de la población lo familiarizó con los diversos puntos de vista de los novohispanos, mismos que fue conjugando en un plan para consumar de manera pacífica la independencia. Su prestigio hizo que el grupo opositor a la constitución se le acercara pero, contrariamente a la interpretación tradicional, Iturbide no se sumó a esa corriente sino que buscó un apoyo general. Al ofrecerle Apodaca el mando del sur para liquidar a Guerrero, Iturbide vio la oportunidad de lograr su objetivo, por lo que informó sobre sus planes a los diputados novohispanos que marchaban rumbo a España.

Iturbide confiaba en vencer a Guerrero o lograr que se acogiera al indulto, pero como la empresa resultara más complicada lo invitó a unírsele. Guerrero, a su vez, consciente de su aislamiento, había llegado también a una conclusión semejante: la independencia sólo era posible en unión con un jefe realista. Al principio desconfió de su viejo enemigo, pero el plan y las seguridades que le ofreció Iturbide terminaron por convencerlo, por lo que pidió a sus tropas que lo reconocieran «como el primer jefe de los ejércitos nacionales».

Para lograr el consenso, Iturbide había fundamentado el plan sobre tres garantías: religión, unión e independencia, que resumían los empeños criollos de 1808 y los de los insurgentes; la de unión buscaba tranquilizar a los peninsulares. El 24 de febrero de 1821, en Iguala, se proclamó el plan. Se enviaron copias al rey, a todas las autoridades civiles y militares del reino y a los jefes realistas e insurgentes. El plan fue recibido con entusiasmo por la población y el ejército, a excepción de jefes militares y autoridades de la capital, y algunos comandantes peninsulares.

Mientras tanto, en Madrid, los diputados novohispanos habían logrado que se nombrara al liberal Juan de O'Donojú jefe político de Nueva España. También, en un último intento por lograr la autonomía dentro del imperio español, presentaron una proposición federalista en junio de 1821 que ni siquiera fue discutida, por lo que se retiraron. O'Donojú llegó a Veracruz en julio, cuando el movimiento de Iguala ya se había extendido por todo el virreinato, lo que lo convenció de que la independencia era irreversible. Por tanto, informó al gobierno que era imposible contrarrestarla: «Nosotros mismos hemos experimentando lo que sabe hacer un pueblo cuando quiere ser libre». Convencido, decidió entrevistarse con Iturbide, con quien firmó los Tratados de Córdoba en los que reconocía la independencia y el establecimiento de un Imperio Mexicano, pero que salvaba la unión con España al ser encabezado por un miembro de la dinastía reinante. Enseguida, O'Donojú exigió la capitulación del ejército que ocupaba la capital, lo que permitió que el 27 de septiembre de 1821 una ciudad engalanada con arcos triunfales recibiera entusiasmada al libertador Iturbide, a Guerrero y al Ejército Trigarante. Desfiles, juegos pirotécnicos y canciones celebraron la independencia y al libertador, mientras el optimismo general disimulaba las contradicciones existentes entre realistas e insurgentes.


Josefina Zoraida Vázquez, “La Revolución de Independencia”, en Nueva Historia Mínima de México, SEP-El Colegio de México, 2004., PP. 139-148

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