martes, 30 de mayo de 2017

EL RENACIMIENTO EN FLORENCIA 1420‑1500

El renacimiento del espíritu

Vasari describió las innovaciones y los cambios que se habían llevado a cabo durante el Trecento como una “rinascitá”, un renacimiento. Sin embargo, no fue sino hasta el siglo XIX que se utilizó la palabra “Renacimiento” como término que describía el período de creación artística de los siglos XV y XVI.

El impulso innovador del Renacimiento no sólo se limitaba al mundo artístico. Lo más fascinante para el hombre de entonces era la ideología humanística de la antigüedad: el interés por el hombre, la reflexión sobre Dios y el mundo y el uso de la razón y encontró ese espíritu justamente en los tesoros artísticos clásicos. Roma se convirtió para los artistas en una cantera de formas e ideas. Allí estudiaban las proporciones de la arquitectura de la antigüedad y admiraban las esculturas, que les parecían mucho más vivas y ágiles que todo lo que jamás había producido el gótico, el arte de los godos del norte, un pueblo "bárbaro" según la ideología italiana. A ello había que remitirse si se quería dejar atrás la Edad Media, el período intermedio entre las culturas florecientes.

El centro espiritual y cultural indiscutible del Quattrocento (siglo XV) fue Florencia. Allí vivían y trabajaban los artistas más famosos, que gozaban del mecenazgo de ricas familias de patricios, que hacían de comitentes. Destacó sobre todo la familia de banqueros de los Médicis, que durante generaciones impulsó y marcó la vida cultural e intelectual de la ciudad. Cosimo de Médici fundó la Academia platónica donde un círculo de eruditos estudiaba a los clásicos, y construyó, como más tarde Lorenzo, una biblioteca. La cultura y el interés por el arte eran de buen tono, también los círculos burgueses ponían una atención hasta entonces desconocida en obtener una cultura general amplia. El clima existente era del todo estimulante: se estudiaban los textos de Vitruvio y Euclides y se discutía sobre geometría, poesía y filosofía. Los secretos de la composición artística ya no pasaban confidencialmente del maestro al alumno como en tiempos de Giotto, sino que se discutían abiertamente, también se publicaron las primeras teorías del arte. El artista y escritor León Battista Alberti presentó en 1435 su Tratado sobre la pintura. Alberti consiguió representar matemáticamente los principios de la perspectiva tal y como Giotto la había desarrollado por primera vez en sus obras.

El descubrimiento de la perspectiva

El escultor y constructor de la cúpula de la catedral de Florencia, Filippo Brunelleschi, se dio cuenta algunos años antes que Alberti de que todas las líneas paralelas de la naturaleza convergen ante nuestros ojos en un punto determinado del horizonte. Sobre la base de esta perspectiva lineal, Alberti desarrolló un concepto que permitía la representación espacial de objetos tridimensionales sobre una superficie bidimensional y comparó esta superficie con una "ventana abierta" por la que el pintor mira al mundo. Esta ventana se interpone entre el ojo y el motivo y recoge los rayos que parten de la naturaleza y apuntan como una flecha a los ojos del pintor.

Según esta teoría todos los elementos del cuadro se dirigen al punto de fuga. Alberti calculó las distancias entre las líneas horizontales proporcionalmente a la reducción de las líneas que convergen en el fondo del cuadro y consiguió una retícula en la que los objetos se hacen más pequeños conforme aumenta su distancia. De esta forma se crea un cuadro que se corresponde con nuestra visión tridimensional. El método perspectivo de distribución del cuadro fija la vista en un punto y, por lo tanto, se diferencia considerablemente de la alineación superficial de la perspectiva jerárquica.

Este espacio en el cuadro, que se distribuía mediante una perspectiva central, se corresponde completamente con el espíritu de la época. En un período en el que el interés se centraba progresivamente en lo terrenal, éste complacía la necesidad de una representación fiel de la realidad y satisfacía estéticamente el ideal renacentista de apropiarse del mundo mediante el esfuerzo intelectual. El artista, que dominaba las leyes de la perspectiva central, se presentaba a sí mismo como el "encargado de ordenar el  mundo". En esos momentos la realidad se comprendía intelectualmente y se le otorgaba una nueva configuración sobre la base de las leyes matemáticas.

La ruptura con el pasado

Masaccio fue el primer pintor que se dio cuenta de la importancia del descubrimiento de la perspectiva para la pintura. Hacia 1427 pintó un fresco de la Trinidad en la iglesia Santa María Novella, de Florencia que escandalizó a los visitantes. El efecto espacial que poseía el cuadro se oponía completamente a la costumbre visual de la época: los espectadores llegaron a creer que miraban una capilla colindante. Este sorprendente efecto del fresco La Trinidad no se produce solamente gracias a la perspectiva que poseía la arquitectura de la antigüedad clásica en la que se resaltaban las columnas y el artesonado, sino sobre todo por la proporcionalidad entre los cuerpos y el espacio por lo que puede apreciarse una representación tan real. El hombre y la arquitectura se someten a la misma medida, por lo que están en armonía. Mientras que los personajes en las representaciones de santos más antiguas están rodeadas a menudo por un nicho o un trono que define su volumen corporal, las figuras de Masaccio no necesitan de esta arquitectura que sugiere plasticidad, puesto que se encuentran libres e independientes dentro de un espacio construido de forma compacta y continua, de modo que se da la impresión de profundidad. La plasticidad natural alcanzada gracias al suave contraste de luz ‑otra novedad‑ otorga a los personajes una presencia, independencia e individualidad desconocidas hasta entonces.
Masaccio, La Trinidad.

En el fresco de Masaccio no sólo son importantes los personajes representados sino que el espectador también forma parte de la obra. La composición perspectivolineal causa la impresión de que todo el suceso apunta únicamente a la mirada del espectador, puesto que el punto de fuga se encuentra a la altura de los ojos, en el primer saliente de la cornisa. Gracias al hecho de que las figuras de los mecenas arrodillados ante las pilastras y las de los santos dentro del nicho tienen la misma proporción, la frontera entre lo terrenal y lo divino se concibe con más fluidez. El sarcófago que emerge de la imagen subraya este efecto. De esta forma el arte une el mundo divino y el terrenal. Gracias al ingenio intelectual de la composición, esta representación de santos experimenta una secularización, sin perder por ello el contenido sacro. Al contrario, mediante el carácter inmediato de la representación la pintura se vuelve más enfática. La composición del fresco concebida racionalmente apoya el efecto emocional.

Igual que Masaccio se inspiró en el arte de la antigüedad, también podemos reconocer con facilidad este modelo en Paolo Ucello en su tabla Batalla de San Romano: la plasticidad y voluminosidad de los caballos recuerdan claramente la escultura clásica. La representación de la escena de la batalla, tema muy inusual en aquel tiempo porque no era sacro, surgió por encargo de la familia Médici con motivo de la victoria de los florentinos en el año 1432. Parece que el tema fue para el artista, del que se afirmó que era un fanático admirador y seguidor de la perspectiva, una ocasión ideal para representar correctamente diferentes escenas desde el punto de vista de la perspectiva. A pesar del embrollo de lanzas, caballos y guerreros, la claridad y el orden dominan el cuadro. Uccello muestra mediante determinados elementos la retícula de alineación, que por regla general únicamente estaba presente en la imaginación, haciendo que las lanzas caídas en el suelo apunten al punto de fuga y proporcionando profundidad al primer plano gracias a la disposición diagonal de las mismas.
Paolo Ucello, Batalla de San Romano.
Mientras que los pintores Masaccio y Uccello impresionaban sobre todo mediante el dominio de la perspectiva, el monje de la orden de los dominicos, Fra Angélico, perseguía en sus obras la expresión de los sentimientos humanos. Aunque en la composición del fresco de la Anunciación observa parcialmente las leyes de la perspectiva, en un principio el pintor no se interesaba por este problema artístico. Es más, la intención que perseguía Fra Angélico en sus obras era captar la dimensión sentimental y psicológica de la situación representada. Santa María, que acaba de saber que va a dar a luz al Salvador, está sentada, muy terrenalmente, sobre un taburete en un arcada abierta en medio de un jardín con flores. Esta pintura ya no tiene nada en común con las rígidas madonas pintadas sobre fondos dorados de la Edad Media. A pesar del fondo terrenal, Fra Angélico supo recrear con su delicada forma de expresión un ambiente repleto de devoción y profundamente religioso. La sencillez y la naturalidad del ambiente se correspondían con el ideal de pobreza ascética de los dominicos de San Marco, por cuyo encargo Fra Ángélico pintó este fresco.

Fra Angélico, La Anunciación.

El hombre en el centro de atención: el retrato

El espíritu del humanismo, que sitúa al hombre en el centro del universo, se manifiesta durante el Renacimiento más allá de los tema sacros con la aparición de un nuevo género: el retrato. Al principio los pintores pusieron todo su empeño en buscar la forma de individualización más importante, el rostro, que ofrecía la posibilidad de representar los detalles con precisión y firmeza. El Perfil de una joven, que se adjudica a Antonio del Pollaiuolo, es un ejemplo típico de un retrato pintado a principios del siglo XV. El punto de vista preferido era el del perfil, porque se creía que era la parte que menos se podía embellecer y variar, de forma que podían satisfacerse completamente las exigencias de veracidad y exactitud que regían en aquel tiempo. Aunque los pintores se esforzaban en mostrar al retratado como una personalidad individual, el perfil concede muy poco espacio para recrear una delineación viva o una figuración psicológica del ser. Es más, son tan cerrados que recuerdan los retratos de las monedas y medallas antiguas que, como se ha podido comprobar posteriormente, eran objeto de estudio para los artistas del Renacimiento. No obstante, en la segunda mitad del siglo se impuso cada vez más el retrato de medio perfil, que permitía una caracterización mucho más sutil.

Antonio del Pollaiuolo, Retrato de una joven.


Los pintores miden el mundo

Si hasta el Renacimiento se había visto al artista como un simple artesano, ahora se reivindicaba que debía considerarse la pintura como un arte liberal (ars, liberalis) y no como una de las artes mecánicas (ars mechanica). Esta exigencia no sólo se basaba en el deseo de proporcionar a la pintura una posición social y cultural elevada, como de la que hacía tiempo disfrutaban la música, la retórica y la poesía, sino que también se razonaba desde un punto de vista objetivo asegurando que el artista no se remitía únicamente a métodos científicos anteriores, sino que además contribuía de forma importante a su desarrollo. Realmente solían ser los mejores eruditos, puesto que estudiaban la naturaleza por observación propia y no como sus colegas más instruidos, que se basaban en libros arcaicos que transmitían únicamente un conocimiento aprobado por la Iglesia.

Piero della Francesca poseía uno de estos espíritus investigadores. Lo representaba todo, ya fuera un edificio, un jarrón o un cráneo humano con ayuda de complicados dibujos. Publicó sus descubrimientos en varios tratados, entre los que se encuentra el tratado De la Pintura, pensado como un verdadero libro de enseñanzas. La fuerza motriz que impulsaba a Piero, como a muchos artistas del Renacimiento, era la convicción de que la creación divina se basaba en una geometría perfecta. Él se había impuesto la tarea de investigarla y representarla. No sólo calculaba las construcciones de las imágenes hasta el más mínimo detalle, sino que fue uno de los primeros pintores del Renacimiento que reconoció el efecto de la luz y el significado del mismo en el aspecto de materia y de color.

La técnica de la veladura que Piero había aprendido de los holandeses que trabajaban en la corte de Urbino, proporcionó a sus cuadros una claridad luminosa y, por primera vez, el efecto de una luz natural y diurna. Mediante esta iluminación que capta de igual forma la totalidad de los elementos del cuadro se funden todas las partes en una composición única. También la atrevida representación de la Flagelación de Cristo, en la que el tema principal se encuentra en un pórtico de columnas al fondo, mientras que en el primer plano se observa a un grupo de hombres que posiblemente pertenezcan al círculo de conocidos del autor, se ve unificada por la luz que fluye equitativamente por todo el cuadro.
Piero della Francesca, La flagelación de Cristo.


Piero della Francesca enriqueció la pintura con una nueva dimensión: al espacio, color y cuerpo añadió la luz como nuevo medio compositivo. Y ya no pasará mucho tiempo hasta que la pintura relativamente estática del Quattrocento adquiera el movimiento insospechado del torbellino revoltoso de los elfos bailarines de Botticelli, con lo que los pintores dominan a la perfección los cinco elementos más importantes de la pintura: color, espacio, plasticidad, luz y movimiento.

También en la obra de Andrea Mantegna puede verse con claridad el empuje que dieron los artistas a este desarrollo tan rápido que sólo dura un siglo y cómo se atrevieron constantemente a realizar creaciones más osadas. Este pintor estaba fascinado principalmente por la fuerza sugestiva de la perspectiva, que es capaz de hacer partícipe a quien contempla la obra. Fue el medio que empleó para "conducir la vista y el sentimiento del espectador.

En el Cristo Muerto de Mantegna, es admiradísimo el escorzo del cuerpo sin vida de Cristo, que sigue a quien lo contempla en cualquier posición en que éste se sitúe, produciéndole la impresión de que se encuentra a los pies del hijo de Dios que, con sus heridas abiertas, parece introducirse en la misma habitación donde se halla el espectador.
Andrea Mantegna, Cristo muerto.

Imágenes en movimiento de dioses paganos

Lorenzo de Médici, que llevaba el sobrenombre de "il Magnífico", convirtió la Florencia de los años setenta del siglo XV en la potencia política y cultural más importante de Italia. Había conseguido consolidar su posición, manteniendo la forma de gobierno de la república, de manera que llegó a poseer una autoridad parecida a la de un príncipe y, aunque no formaba parte del gobierno, tenía es sus manos el control de la ciudad. Era una persona de una cultura admirable y destacó como patrocinador y mecenas de los artistas. Uno de sus protegidos más importantes, junto a Miguel Ángel, fue el pintor Sandro Botticelli.

Botticelli posiblemente consiguió atraer la atención de Lorenzo gracias a los temas de sus cuadros, que dejaban entrever un gran conocimiento de la mitología griega. Hasta aquel momento los pintores se habían limitado principalmente a la búsqueda e inspiración de la realidad según el ejemplo de la filosofía antigua. La concepción de la realidad razonada de forma humanista era traspasada a los temas cristianos, que todavía determinaban los temas artísticos. Sin embargo, a partir de la mitad del siglo destacó una nueva concepción de la antigüedad clásica. Entonces se intentó comprender e imitar la antigüedad desde sus propias condiciones. En la segunda mitad del siglo aparecieron progresivamente, junto a representaciones cristianas, escenas pertenecientes a las sagas y al mundo de los dioses griegos.

El Nacimiento de Venus de Botticelli también surge de esta temática. La diosa griega Afrodita (la adaptación romana la convirtió en Venus) surge de una esfera divina, inalcanzable y es arrastrada por la corriente a tierra firme, al mundo real. Este desnudo de tamaño real, con una Venus sensual y ensimismada, es una antorcha encendida en contra del arte incorpóreo del gótico y al mismo tiempo una imagen en la que la llegada a tierra de esta diosa nacida de la espuma se convierte en una alegoría del renacimiento de la humanidad a partir del espíritu de la antigüedad clásica, la gran esperanza del Renacimiento. Sin embargo, este significado más profundo de las pinturas únicamente se revelaba si se concebían como la plasmación de una idea. Esta forma de lectura presuponía una cierta cultura y era justamente esto lo que convertía los temas paganos en un poderoso atractivo para los príncipes terrenales. Con el conocimiento de la historia escondida detrás del cuadro, una representación mitológica podía convertirse rápidamente en una alegoría política o incluso en un paquete ingeniosamente envuelto en alusiones eróticas. Con la posesión de estas obras de arte para "instruidos" se podían demostrar conocimientos amplios y una educación distinguida,‑ virtudes que fueron el instrumento de los ciudadanos eruditos del humanismo para liberarse de las ataduras de los poderes eclesiásticos.

Sandro Botticelli, El nacimiento de Venus.

El mundo de los dioses, Saturno y las ninfas era sinónimo de libertad también para los artistas. Puesto que estos temas no estaban sometidos a ningún canon, ni existía una iconografía determinada que debía seguirse, como en el caso de las representaciones cristianas, el pintor disfrutaba en estos lienzos de una gran libertad que sólo estaba limitada por sus conocimientos en el ámbito de las ciencias: matemáticas, filosofía y literatura. A consecuencia de ello, se otorgó tanto a la pintura como a los pintores una autonomía desconocida hasta entonces: el fundamento del arte ya no era la coherencia religiosa, aunque los temas cristianos todavía dominarán por mucho tiempo la pintura, sino que residía básicamente en las ciencias. De esta forma el pintor, que las dominaba, se acercaba a la posición del científico. El pintor‑artesano se había convertido en un erudito.

Este cambio marca entre otras cosas la frontera entre el principio y el final del Renacimiento, cuyo máximo exponente de "artista‑erudito" fue Leonardo da Vinci.


Tomado de Krauße, Anna-Carola, Historia de la Pintura. Del Renacimiento a Nuestros Días, Colonia Alemania, 1995, Editorial Könemann, pp. 8-13.
 

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