Su
doctrina de perfección espiritual se extendió por buena parte del
sur de Francia, lo que alarmó a una Iglesia católica que veía
amenazado su poder. Con el fin de atajar lo que consideró una
herejía, el pontificado promovió una cruzada sangrienta. Tras
varios años de encarnizadas luchas, la caída del castillo de
Montségur marcó el fin de las matanzas y el inicio de la leyenda.
Fernando
Martínez Laínez, periodista y escritor
A
principios del siglo XIII, el Occidente cristiano se vio
convulsionado por una cruzada de exterminio, emprendida por
el
papado y los reyes de Francia, contra un nuevo movimiento religioso
cuyos creyentes se hacían llamar cátaros (en griego, puros).
Los cátaros se extendieron por el sur y el sudeste de Francia, el
norte de Italia, partes de Alemania, Cataluña y Aragón, donde
formaron comunas e iglesias contando con el favor de los nobles y la
burguesía de esos territorios. Fue, sin embargo, en el condado de
Toulouse donde adquirieron mayor implantación, y desde allí se
extendieron por el Languedoc, la Provenza, Lombardía y los Pirineos
orientales.
Toulouse
era por entonces una de las ciudades más importantes de Europa. Los
condes que la gobernaban llevaban también el título de duques de
Narbona, y tenían como vasallos a los vizcondes de Carcasona,
Béziers y Albi y a los condes de Comminges y de Foix. Pero lo más
importante políticamente para esta amalgama de territorios era que
formaban una especie de ámbito político soberano, con ciudades
prósperas, donde no llegaba el poder del rey de Francia. Sus nobles
intentarían mantener así la situación, y por ello en determinados
momentos secundaron la causa de los cátaros, en la que tanto los
monarcas franceses como el papado pretendían intervenir a cualquier
precio.
Alarma
en Roma -La
aparición del catarismo en el condado de Toulouse hacia el año 1000
alarmó pronto a la Iglesia católica de Roma. Sus sacerdotes eran
desplazados en la aceptación popular por los bons
homes
(buenos hombres), como se los denominaba. Su voz y su prestigio iban
en aumento, y en algunos lugares los clérigos incluso cesaron en su
actividad al comprobar que nadie les prestaba atención. A mediados
del siglo XII, la Iglesia romana, viendo sus dogmas fundacionales
negados y su autoridad social agrietada, envió al Languedoc a
Bernardo de Claraval, el gran predicador e impulsor de la orden del
Císter,
para reconvertir a los fieles "descarriados". Pocos le
escucharon. El intento resultó un fracaso.
Dos
decenios más tarde el papa Alejandro III organizó el Concilio de
Tours, que condenó "la abominable herejía surgida en el país
de Toulouse, desde donde [se había] extendido a Gascuña y demás
provincias cercanas". Hubo una tentativa de entendimiento
auspiciada por el obispo de Albi poco después. Fue una reunión
entre católicos y bons
homes que
terminó en gritos e insultos.
A
principios del siglo XIII, el nuevo papa, Inocencio III, decidido a
combatir la "herejía" cátara, designó como legado suyo
en el condado de Toulouse a Pierre de Castelnau. Éste contaba con la
ayuda de Arnaud Amalric, abad de la orden del Císter, y del español
Domingo de Guzmán, fundador de la orden dominica. Castelnau, que
observaba con malos ojos la simpatía y protección que Raymond VI,
conde de Toulouse, concedía a los bons
homes, le
excomulgó por orden del Papa, un castigo que llevaba aparejada la
confiscación de todos sus bienes y el despojo de sus tierras.
El
conde, viéndose perdido, aceptó someterse a Roma y hacer
penitencia, pero al día siguiente de serle notificada la excomunión
el legado papal fue asesinado por un misterioso jinete mientras se
encontraba en la orilla del Ródano esperando una barca. De inmediato
corrió la voz de que el responsable de la muerte era un sirviente
del conde o un cátaro, y el Papa aprovechó la ocasión para
proclamar "mártir" a su enviado y convocar la cruzada
contra los "herejes".
En
todas las iglesias católicas tronaron arengas incendiarias contra
ellos. Obispos y sacerdotes se movilizaron, y tanto los cistercienses
como los dominicos exhortaron a la grey a empuñar las armas. Arnaud
Amalric fue nombrado "generalísimo" del ejército cruzado,
y a sus integrantes se les prometió el perdón de todos sus pecados
y una parte de las tierras y los bienes arrebatados al enemigo.
El
conde Raymond VI, que disponía de muy escaso ejército, tuvo que
rendirse ante la amenaza de los guerreros cruzados y decidió sufrir
la penitencia pública que le había sido impuesta. El nuevo legado
papal, Milton, le hizo azotar hasta hacerle sangrar ante tres
arzobispos y más de veinte obispos. El conde tuvo que jurar
fidelidad a la Iglesia de Roma, pero desconcertó a las jerarquías
católicas cuando se ofreció como cruzado en la empresa contra los
herejes. Eso suponía la recuperación de todas sus propiedades y,
por consiguiente, del condado de Toulouse, que seguiría de facto
independiente de Francia. El Papa fingió aceptar, pero ordenó a sus
adeptos que vigilaran estrechamente al conde. "Simulad que
sois sus amigos, a la espera de que cometa un error que os permita
destruirle", aconsejaba en una carta.
Cruzada
en marcha -En
Lyon se congregó un gran ejército de cruzados atraídos por la
promesa de salvación eterna y la codicia del saqueo. Tomaron la ruta
que seguía el curso del Ródano hasta caer sobre Occitania. Tras
destruir unas cuantas ciudades y ocupar Montpellier, pusieron sitio a
Béziers, que se aprestó a la defensa. "Borraré
de la faz de la tierra esa ciudad. No quedará de ella ni una sola
piedra",
juró Arnaud Amalric. El día siguiente el ejército cruzado se lanzó
al asalto. Pese a las bajas, logró romper las murallas y entrar en
la ciudad, que fue incendiada y entregada al pillaje, y sus
habitantes (algunas fuentes hablan de casi veinte mil) masacrados.
Niños, mujeres, ancianos y enfermos fueron pasados a cuchillo.
Cuando los soldados preguntaron a Amalric cómo distinguir a los
católicos de los herejes en el tumulto de aquella degollina, el abad
del Císter no lo dudó: "Matadlos
a todos
–dijo–, y
Dios ya reconocerá a los suyos".
La
matanza de Béziers sembró el pánico en Occitania, y Narbona se
rindió en cuanto vio aproximarse al ejército cruzado, pero en
Carcasona, el vizconde de la ciudad, Raymond Trencavel, se aprestó a
la resistencia. Entonces, tras un primer asalto fracasado, apareció
en el campamento católico el rey Pedro II de Aragón, conocido como
Pedro el Católico, vencedor en las Navas de Tolosa y considerado un
héroe de la cristiandad. No venía a unirse a la cruzada, sino a
hacer de intermediario entre el ejército cruzado y su cuñado, el
vizconde Trencavel. Pero el abad Amalric –que pronto fue ascendido
a obispo– sólo accedió a dejar salir de Carcasona al vizconde con
doce acompañantes a condición de que la ciudad se rindiera.
El
rey de Aragón debió de retirarse bastante humillado con el
incidente. Carcasona fue asaltada. Mientras buena parte de la
población escapaba de la ciudad por unos túneles secretos, el
vizconde se rindió con cien de sus caballeros para dar tiempo a la
huida general. Hecho prisionero y cubierto de cadenas, Trencavel
falleció en prisión poco más tarde, casi con seguridad envenenado.
Siguen
los asedios -Tomada Carcasona, muchos
cruzados se licenciaron, llevándose el producto de su rapiña,
aunque antes tuvieron que dejar buena parte de su botín a la
Iglesia. Los que se marcharon fueron sustituidos por otros, en su
mayor parte mercenarios y gentes de baja condición.
Muerto
el vizconde Trencavel, Amalric ofreció sus tierras y títulos a
Simón de Montfort, conde de Leicester, un experto guerrero,
codicioso, sanguinario y sin escrúpulos, que ya contaba con enormes
posesiones en Inglaterra y el norte de Francia y que prometió a los
cruzados no quitarles ni una moneda del pillaje que obtuvieran en los
saqueos.
Entretanto,
el papa Inocencio III lanzó un ultimátum al conde Raymond VI de
Toulouse. Si quería conservar la vida debía arrasar todas sus
fortalezas, licenciar a su ejército y vivir pobre y desterrado con
su familia. Eran condiciones inaceptables, y cuando el conde las
rechazó, las tropas de los cruzados volvieron a ponerse en marcha y
asediaron Termes. La ciudad aguantó varios meses, pero la sed y la
disentería terminaron con la resistencia. Centenares de
supervivientes que no lograron escapar acabaron en las hogueras.
Poco
después fue sitiada la ciudad de Lavaur, gobernada por una viuda,
Donna Geralda, creyente cátara que sólo disponía de unas docenas
de guerreros. A pesar de la feroz resistencia, Lavaur cayó dos meses
más tarde. Los defensores fueron colgados de las almenas o
degollados, y a Donna Geralda, embarazada de ocho meses, la sacaron
desnuda de la ciudad y murió lapidada.
Derrota
en Muret -Los cruzados prosiguieron su
avance, quemando y destruyendo cuanto encontraban a su paso, pero
ante las murallas de Toulouse sufrieron una tremenda derrota frente a
las tropas mandadas por Raymond VI, Gastón de Bearn y el conde de
Foix. Mientras tanto, el monarca aragonés Pedro II, alarmado al ver
a los ejércitos franceses en la frontera de su reino, se sintió
obligado a prestar protección a su consuegro y vasallo Raymond VI,
ya que su hija Sancha estaba casada con el hijo del conde. El rey de
Aragón escribió al Papa para que cesara el asedio a Toulouse.
Inocencio III le contestó recordándole que retirase su apoyo al
conde Raymond VI, que estaba excomulgado y privado de todos sus
títulos. "En caso de que no
atendieras mis órdenes –amenazaba el
Papa–, me vería obligado a someterte
al castigo que se merece un hereje."
Pero
Pedro II no se dejó asustar. Con un ejército de 1,000 caballeros y
50,000 soldados de a pie se presentó en Toulouse, donde fue
vitoreado con entusiasmo. Muchos de los jefes defensores de la ciudad
eran partidarios de hostigar y atraer al ejército cruzado a una
trampa en lugar fortificado, donde quedaría encerrado y podría ser
vencido. Contra este criterio, Pedro II, apoyado por el conde de
Foix, optó por la batalla campal, lanza contra lanza, en la llanura
abierta de Muret, seguro de su fuerza.
Sin
embargo, Simón de Montfort fue más astuto, y encomendó a una
partida de sus guerreros que buscaran al rey de Aragón en cuanto
comenzara la batalla para darle muerte. Lo consiguieron, y Pedro II,
acosado por un tropel de enemigos, fue derribado del caballo y
abatido. Enseguida corrió la voz de que el Rey había muerto y la
confusión cundió en las filas aragonesas. Los cruzados empujaron a
los restos del ejército de Toulouse hasta las orillas del Garona, en
cuyas aguas perecieron ahogados miles de combatientes. Sólo se
salvaron Raymond VI, su hijo y unos pocos soldados, que lograron
escapar refugiándose en tierras de Provenza.
La
derrota de Muret truncó las esperanzas cátaras de conseguir una
victoria militar sobre los cruzados, pero la guerra continuó. El
enfrentamiento de los dos jefes de la cruzada, Simón de Montfort y
Arnaud de Amalric, provocó el desconcierto en las filas católicas,
y el rey de Francia, Felipe Augusto, decidió retirar el grueso de
sus tropas. Mientras tanto, en Marsella, el fugitivo Raymond VI
reorganizó un nuevo ejército, y su hijo Raymond VII consiguió
cercar a Simón de Montfort en Beucaire.
Montfort
pudo escapar y trató de hacerse fuerte en Toulouse, donde no
consiguió entrar porque las gentes de la región se sublevaron. Aun
así, logró conquistar uno de los arrabales de la ciudad, pero en un
momento en que se dirigía a misa, una gran piedra –lanzada desde
una catapulta manejada por mujeres– le reventó la cabeza. En todo
Toulouse hubo júbilo general por su muerte, y Raymond VII recuperó
el condado para los cátaros, siendo acogido con el mismo entusiasmo
que despertó su padre, Raymond VI.
El
principio del fin -La
aparente tregua permitió el resurgir del catarismo. Los "herejes"
fundaron nuevos talleres comunales, conventos y hospederías, pero
las tropas del rey francés siguieron arrasando Occitania mediante lo
que se ha llamado "la guerra singular", una táctica de
sabotajes masivos.
Las
cosechas y las aldeas eran quemadas, los puentes destruidos y el
ganado envenenado. Finalmente, para evitar penalidades a sus
súbditos, el conde de Tolouse firmó en 1229 el Tratado de
Meaux-París, que ponía fin a la cruzada, pero que acababa con seis
siglos de independencia de la tierra de Oc. En adelante, estos
dominios quedarían anexionados a la Corona francesa.
El
tratado no supuso el término de la represión a los cátaros, que se
defendieron hostigando al ejército del rey de Francia, pero el bando
católico dio un nuevo giro a la contienda religiosa creando, bajo el
papado de Gregorio IX la Inquisición. Las delaciones, las hogueras
y las torturas volvieron a caer como una maldición sobre Occitania.
Los bons
homes tuvieron
que pasar a la clandestinidad, salvo en dos reductos en que la
Inquisición no se atrevió a entrar. Uno era Fenouilléde, en la
frontera con Cataluña, donde los "herejes" mantuvieron
continuas guerrillas, y otro el castillo de Montségur, construido
sobre un pico rocoso, el último refugio espiritual de la Iglesia
cátara, donde vivía un gran número de los denominados "perfectos"
y "perfectas".
El
monarca francés Luis IX (San Luis) no cejó en su obsesión de
erradicar la doctrina cátara, y los occitanos se agruparon de nuevo
bajo las banderas de Raymond Trencavel el joven (hijo del vizconde
muerto en prisión) y de Raymond VII de Toulouse, que contaban, con
el apoyo (más teórico que real) de Navarra, Aragón y Castilla.
Animados
por el deseo de venganza a causa de la continua persecución que
sufrían, los cátaros llevaron a cabo la matanza de Avignonet, en la
que perecieron los inquisidores Guillaume Arnaud y Etienne de Saint
Thibéry, con más de setenta hombres de su séquito. Éste fue uno
de los últimos episodios de la nueva rebelión cátara, porque el
ejército francés católico siguió obteniendo victorias hasta
derrotar a las tropas de Raymond VII, quien tuvo que entregar el
condado de Toulouse. Se inició por entonces el asedio al castillo de
Montségur, donde unos quinientos defensores con sus familias y cerca
de doscientos "perfectos" y "perfectas" hicieron
frente a un ejército de 20,000 sitiadores.
En
menos de un año cayó Montségur. Los poco más de doscientos
supervivientes fueron encadenados y quemados vivos en las llamas de
una gran hoguera. Ahí acabó la Iglesia cátara en Occitania. Los
fieles que aún seguían con vida fueron perseguidos como alimañas y
buscaron refugio en las cuevas de los Pirineos, en Lombardía o en el
norte de España, donde prosiguieron su imposible sueño y entraron,
con el paso de los tiempos, en el ámbito de la leyenda.
Fuente:
Fernando Martínez Laínez, “Cátaros. La fe que desafió al
papado”, en revista
Historia
y Vida,
No. 434. Mayo 2004. Barcelona, pp. 64-73.
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