domingo, 5 de noviembre de 2017

Cátaros. La fe que desafió al papado



Su doctrina de perfección espiritual se extendió por buena parte del sur de Francia, lo que alarmó a una Iglesia católica que veía amenazado su poder. Con el fin de atajar lo que consideró una herejía, el pontificado promovió una cruzada sangrienta. Tras varios años de encarnizadas luchas, la caída del castillo de Montségur marcó el fin de las matanzas y el inicio de la leyenda.

Fernando Martínez Laínez, periodista y escritor

A principios del siglo XIII, el Occidente cristiano se vio convulsionado por una cruzada de exterminio, emprendida por el papado y los reyes de Francia, contra un nuevo movimiento religioso cuyos creyentes se hacían llamar cátaros (en griego, puros). Los cátaros se extendieron por el sur y el sudeste de Francia, el norte de Italia, partes de Alemania, Cataluña y Aragón, donde formaron comunas e iglesias contando con el favor de los nobles y la burguesía de esos territorios. Fue, sin embargo, en el condado de Toulouse donde adquirieron mayor implantación, y desde allí se extendieron por el Languedoc, la Provenza, Lombardía y los Pirineos orientales.

Toulouse era por entonces una de las ciudades más importantes de Europa. Los condes que la gobernaban llevaban también el título de duques de Narbona, y tenían como vasallos a los vizcondes de Carcasona, Béziers y Albi y a los condes de Comminges y de Foix. Pero lo más importante políticamente para esta amalgama de territorios era que formaban una especie de ámbito político soberano, con ciudades prósperas, donde no llegaba el poder del rey de Francia. Sus nobles intentarían mantener así la situación, y por ello en determinados momentos secundaron la causa de los cátaros, en la que tanto los monarcas franceses como el papado pretendían intervenir a cualquier precio.

Alarma en Roma -La aparición del catarismo en el condado de Toulouse hacia el año 1000 alarmó pronto a la Iglesia católica de Roma. Sus sacerdotes eran desplazados en la aceptación popular por los bons homes (buenos hombres), como se los denominaba. Su voz y su prestigio iban en aumento, y en algunos lugares los clérigos incluso cesaron en su actividad al comprobar que nadie les prestaba atención. A mediados del siglo XII, la Iglesia romana, viendo sus dogmas fundacionales negados y su autoridad social agrietada, envió al Languedoc a Bernardo de Claraval, el gran predicador e impulsor de la orden del Císter, para reconvertir a los fieles "descarriados". Pocos le escucharon. El intento resultó un fracaso.

Dos decenios más tarde el papa Alejandro III organizó el Concilio de Tours, que condenó "la abominable herejía surgida en el país de Toulouse, desde donde [se había] extendido a Gascuña y demás provincias cercanas". Hubo una tentativa de entendimiento auspiciada por el obispo de Albi poco después. Fue una reunión entre católicos y bons homes que terminó en gritos e insultos.

A principios del siglo XIII, el nuevo papa, Inocencio III, decidido a combatir la "herejía" cátara, designó como legado suyo en el condado de Toulouse a Pierre de Castelnau. Éste contaba con la ayuda de Arnaud Amalric, abad de la orden del Císter, y del español Domingo de Guzmán, fundador de la orden dominica. Castelnau, que observaba con malos ojos la simpatía y protección que Raymond VI, conde de Toulouse, concedía a los bons homes, le excomulgó por orden del Papa, un castigo que llevaba aparejada la confiscación de todos sus bienes y el despojo de sus tierras.

El conde, viéndose perdido, aceptó someterse a Roma y hacer penitencia, pero al día siguiente de serle notificada la excomunión el legado papal fue asesinado por un misterioso jinete mientras se encontraba en la orilla del Ródano esperando una barca. De inmediato corrió la voz de que el responsable de la muerte era un sirviente del conde o un cátaro, y el Papa aprovechó la ocasión para proclamar "mártir" a su enviado y convocar la cruzada contra los "herejes".

En todas las iglesias católicas tronaron arengas incendiarias contra ellos. Obispos y sacerdotes se movilizaron, y tanto los cistercienses como los dominicos exhortaron a la grey a empuñar las armas. Arnaud Amalric fue nombrado "generalísimo" del ejército cruzado, y a sus integrantes se les prometió el perdón de todos sus pecados y una parte de las tierras y los bienes arrebatados al enemigo.

El conde Raymond VI, que disponía de muy escaso ejército, tuvo que rendirse ante la amenaza de los guerreros cruzados y decidió sufrir la penitencia pública que le había sido impuesta. El nuevo legado papal, Milton, le hizo azotar hasta hacerle sangrar ante tres arzobispos y más de veinte obispos. El conde tuvo que jurar fidelidad a la Iglesia de Roma, pero desconcertó a las jerarquías católicas cuando se ofreció como cruzado en la empresa contra los herejes. Eso suponía la recuperación de todas sus propiedades y, por consiguiente, del condado de Toulouse, que seguiría de facto independiente de Francia. El Papa fingió aceptar, pero ordenó a sus adeptos que vigilaran estrechamente al conde. "Simulad que sois sus amigos, a la espera de que cometa un error que os permita destruirle", aconsejaba en una carta.

Cruzada en marcha -En Lyon se congregó un gran ejército de cruzados atraídos por la promesa de salvación eterna y la codicia del saqueo. Tomaron la ruta que seguía el curso del Ródano hasta caer sobre Occitania. Tras destruir unas cuantas ciudades y ocupar Montpellier, pusieron sitio a Béziers, que se aprestó a la defensa. "Borraré de la faz de la tierra esa ciudad. No quedará de ella ni una sola piedra", juró Arnaud Amalric. El día siguiente el ejército cruzado se lanzó al asalto. Pese a las bajas, logró romper las murallas y entrar en la ciudad, que fue incendiada y entregada al pillaje, y sus habitantes (algunas fuentes hablan de casi veinte mil) masacrados. Niños, mujeres, ancianos y enfermos fueron pasados a cuchillo. Cuando los soldados preguntaron a Amalric cómo distinguir a los católicos de los herejes en el tumulto de aquella degollina, el abad del Císter no lo dudó: "Matadlos a todos –dijo–, y Dios ya reconocerá a los suyos".

La matanza de Béziers sembró el pánico en Occitania, y Narbona se rindió en cuanto vio aproximarse al ejército cruzado, pero en Carcasona, el vizconde de la ciudad, Raymond Trencavel, se aprestó a la resistencia. Entonces, tras un primer asalto fracasado, apareció en el campamento católico el rey Pedro II de Aragón, conocido como Pedro el Católico, vencedor en las Navas de Tolosa y considerado un héroe de la cristiandad. No venía a unirse a la cruzada, sino a hacer de intermediario entre el ejército cruzado y su cuñado, el vizconde Trencavel. Pero el abad Amalric –que pronto fue ascendido a obispo– sólo accedió a dejar salir de Carcasona al vizconde con doce acompañantes a condición de que la ciudad se rindiera.

El rey de Aragón debió de retirarse bastante humillado con el incidente. Carcasona fue asaltada. Mientras buena parte de la población escapaba de la ciudad por unos túneles secretos, el vizconde se rindió con cien de sus caballeros para dar tiempo a la huida general. Hecho prisionero y cubierto de cadenas, Trencavel falleció en prisión poco más tarde, casi con seguridad envenenado.

Siguen los asedios -Tomada Carcasona, muchos cruzados se licenciaron, llevándose el producto de su rapiña, aunque antes tuvieron que dejar buena parte de su botín a la Iglesia. Los que se marcharon fueron sustituidos por otros, en su mayor parte mercenarios y gentes de baja condición.

Muerto el vizconde Trencavel, Amalric ofreció sus tierras y títulos a Simón de Montfort, conde de Leicester, un experto guerrero, codicioso, sanguinario y sin escrúpulos, que ya contaba con enormes posesiones en Inglaterra y el norte de Francia y que prometió a los cruzados no quitarles ni una moneda del pillaje que obtuvieran en los saqueos.

Entretanto, el papa Inocencio III lanzó un ultimátum al conde Raymond VI de Toulouse. Si quería conservar la vida debía arrasar todas sus fortalezas, licenciar a su ejército y vivir pobre y desterrado con su familia. Eran condiciones inaceptables, y cuando el conde las rechazó, las tropas de los cruzados volvieron a ponerse en marcha y asediaron Termes. La ciudad aguantó varios meses, pero la sed y la disentería terminaron con la resistencia. Centenares de supervivientes que no lograron escapar acabaron en las hogueras.

Poco después fue sitiada la ciudad de Lavaur, gobernada por una viuda, Donna Geralda, creyente cátara que sólo disponía de unas docenas de guerreros. A pesar de la feroz resistencia, Lavaur cayó dos meses más tarde. Los defensores fueron colgados de las almenas o degollados, y a Donna Geralda, embarazada de ocho meses, la sacaron desnuda de la ciudad y murió lapidada.

Derrota en Muret -Los cruzados prosiguieron su avance, quemando y destruyendo cuanto encontraban a su paso, pero ante las murallas de Toulouse sufrieron una tremenda derrota frente a las tropas mandadas por Raymond VI, Gastón de Bearn y el conde de Foix. Mientras tanto, el monarca aragonés Pedro II, alarmado al ver a los ejércitos franceses en la frontera de su reino, se sintió obligado a prestar protección a su consuegro y vasallo Raymond VI, ya que su hija Sancha estaba casada con el hijo del conde. El rey de Aragón escribió al Papa para que cesara el asedio a Toulouse. Inocencio III le contestó recordándole que retirase su apoyo al conde Raymond VI, que estaba excomulgado y privado de todos sus títulos. "En caso de que no atendieras mis órdenes –amenazaba el Papa–, me vería obligado a someterte al castigo que se merece un hereje."

Pero Pedro II no se dejó asustar. Con un ejército de 1,000 caballeros y 50,000 soldados de a pie se presentó en Toulouse, donde fue vitoreado con entusiasmo. Muchos de los jefes defensores de la ciudad eran partidarios de hostigar y atraer al ejército cruzado a una trampa en lugar fortificado, donde quedaría encerrado y podría ser vencido. Contra este criterio, Pedro II, apoyado por el conde de Foix, optó por la batalla campal, lanza contra lanza, en la llanura abierta de Muret, seguro de su fuerza.

Sin embargo, Simón de Montfort fue más astuto, y encomendó a una partida de sus guerreros que buscaran al rey de Aragón en cuanto comenzara la batalla para darle muerte. Lo consiguieron, y Pedro II, acosado por un tropel de enemigos, fue derribado del caballo y abatido. Enseguida corrió la voz de que el Rey había muerto y la confusión cundió en las filas aragonesas. Los cruzados empujaron a los restos del ejército de Toulouse hasta las orillas del Garona, en cuyas aguas perecieron ahogados miles de combatientes. Sólo se salvaron Raymond VI, su hijo y unos pocos soldados, que lograron escapar refugiándose en tierras de Provenza.

La derrota de Muret truncó las esperanzas cátaras de conseguir una victoria militar sobre los cruzados, pero la guerra continuó. El enfrentamiento de los dos jefes de la cruzada, Simón de Montfort y Arnaud de Amalric, provocó el desconcierto en las filas católicas, y el rey de Francia, Felipe Augusto, decidió retirar el grueso de sus tropas. Mientras tanto, en Marsella, el fugitivo Raymond VI reorganizó un nuevo ejército, y su hijo Raymond VII consiguió cercar a Simón de Montfort en Beucaire.

Montfort pudo escapar y trató de hacerse fuerte en Toulouse, donde no consiguió entrar porque las gentes de la región se sublevaron. Aun así, logró conquistar uno de los arrabales de la ciudad, pero en un momento en que se dirigía a misa, una gran piedra –lanzada desde una catapulta manejada por mujeres– le reventó la cabeza. En todo Toulouse hubo júbilo general por su muerte, y Raymond VII recuperó el condado para los cátaros, siendo acogido con el mismo entusiasmo que despertó su padre, Raymond VI.

El principio del fin -La aparente tregua permitió el resurgir del catarismo. Los "herejes" fundaron nuevos talleres comunales, conventos y hospederías, pero las tropas del rey francés siguieron arrasando Occitania mediante lo que se ha llamado "la guerra singular", una táctica de sabotajes masivos.

Las cosechas y las aldeas eran quemadas, los puentes destruidos y el ganado envenenado. Finalmente, para evitar penalidades a sus súbditos, el conde de Tolouse firmó en 1229 el Tratado de Meaux-París, que ponía fin a la cruzada, pero que acababa con seis siglos de independencia de la tierra de Oc. En adelante, estos dominios quedarían anexionados a la Corona francesa.

El tratado no supuso el término de la represión a los cátaros, que se defendieron hostigando al ejército del rey de Francia, pero el bando católico dio un nuevo giro a la contienda religiosa creando, bajo el papado de Gregorio IX la Inquisición. Las delaciones, las hogueras y las torturas volvieron a caer como una maldición sobre Occitania. Los bons homes tuvieron que pasar a la clandestinidad, salvo en dos reductos en que la Inquisición no se atrevió a entrar. Uno era Fenouilléde, en la frontera con Cataluña, donde los "herejes" mantuvieron continuas guerrillas, y otro el castillo de Montségur, construido sobre un pico rocoso, el último refugio espiritual de la Iglesia cátara, donde vivía un gran número de los denominados "perfectos" y "perfectas".

El monarca francés Luis IX (San Luis) no cejó en su obsesión de erradicar la doctrina cátara, y los occitanos se agruparon de nuevo bajo las banderas de Raymond Trencavel el joven (hijo del vizconde muerto en prisión) y de Raymond VII de Toulouse, que contaban, con el apoyo (más teórico que real) de Navarra, Aragón y Castilla.

Animados por el deseo de venganza a causa de la continua persecución que sufrían, los cátaros llevaron a cabo la matanza de Avignonet, en la que perecieron los inquisidores Guillaume Arnaud y Etienne de Saint Thibéry, con más de setenta hombres de su séquito. Éste fue uno de los últimos episodios de la nueva rebelión cátara, porque el ejército francés católico siguió obteniendo victorias hasta derrotar a las tropas de Raymond VII, quien tuvo que entregar el condado de Toulouse. Se inició por entonces el asedio al castillo de Montségur, donde unos quinientos defensores con sus familias y cerca de doscientos "perfectos" y "perfectas" hicieron frente a un ejército de 20,000 sitiadores.

En menos de un año cayó Montségur. Los poco más de doscientos supervivientes fueron encadenados y quemados vivos en las llamas de una gran hoguera. Ahí acabó la Iglesia cátara en Occitania. Los fieles que aún seguían con vida fueron perseguidos como alimañas y buscaron refugio en las cuevas de los Pirineos, en Lombardía o en el norte de España, donde prosiguieron su imposible sueño y entraron, con el paso de los tiempos, en el ámbito de la leyenda.

Fuente: Fernando Martínez Laínez, “Cátaros. La fe que desafió al papado”, en revista Historia y Vida, No. 434. Mayo 2004. Barcelona, pp. 64-73.

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