miércoles, 25 de octubre de 2017

El amor, una invención del siglo XII

Según una frase famosa de Charles Seignobos, «El amor es un descubrimiento del siglo XII». Esta afirmación paradógica puede matizarse. Evidentemente no se refiere al sentimiento espontáneo y natural, sino a una estilización de la pasión de origen literario. […] Desde esta perspectiva parece indudable la influencia de la literatura del periodo cortés, que ha elaborado en torno al amor todo un programa de gestos y sentires, una mística del amor, prototipo idealizado por muchos siglos. Los primeros grandes mitos del amor reciben en este momento histórico su figura clásica. El amor que se enfrenta a la sociedad en Tristán e Isolda, el amante adorador sumiso de la amada imposible en El caballero de la carreta, los conflictos entre el amor, el matrimonio y la aventura en Erec, Cligés, Ivain.

Ese refinamiento sentimental denominado en provenzal como fine amor y, de modo más general, como “amor cortés”, tuvo sus orígenes en la Francia meridional de los trovadores, primeros difusores y propagandistas de ese modo de comportarse con las damas que representa una revolución respecto de los hábitos de la época.
El cruce de esa nueva sensibilidad con la atmósfera misteriosa y trágica de algunas leyendas de la Antigüedad clásica o del mundo céltico ha sido decisivo para el romanticismo de la cortesía medieval.
Parece apropiado pensar en la corte de Inglaterra en tiempos de Leonor de Aquitania y en la de su hija María de Champaña como los lugares brillantes para tales encuentros de influencias. Precisamente en la corte de la condesa María, quien encargó a Chrétien su Lancelot, se compuso el famoso Tractatus De Amore, que recoge de una manera programática y teórica las normas del amor cortés.
Los rasgos más acusados de esta doctrina amorosa son cuatro: humildad (del amante), cortesía, adulterio y religión del amor.

  1. Humildad del amante.

Humildad debe ser una de las virtudes básicas del caballero ante la amada. Es a ella a quien ensalza, situándola en un plano superior, difícil de merecer; y el caballero se humilla ante la dama, le rinde vasallaje y suplica a cambio de su servicio, sus favores amorosos. Esta postura de sumisión se expresa en el lenguaje de la época: la amada es invocada como “señora”, domina o domna (en castellano “dueña”) o como “señor feudal”, midons a quien se rinde vasallaje. Es a lo que se ha llamado “feudalización del amor” (el amor que el fiel vasallo debía sentir hacia su señor feudal es trasladado en una ágil metáfora a la amada).

  1. Cortesía.

La cortesía es ese refinamiento de maneras cortesanas que la buena sociedad impone y que se expone de manera especial en el galanteo. En la novelística, ese ideal del caballero cortés aparece en Geoffrey de Monmouth y en la segunda redacción del Roman d’ Alexandre; en la “triada Clásica” se perfila claramente, y resalta en las novelas de Chrétien de Troyes. La corte del rey Arturo será el espejo de toda cortesía, donde los paladines rivalizan con el modelo de tales virtudes propuesto en la figura de Gauvain, el perfecto gentleman, al mismo tiempo que se propone un ejemplo de caballero descortés en la del senescal Keu, que acaba siempre recibiendo una dolorosa lección.
En el galanteo el papel activo corresponde al caballero, quien debe servir a la dama, que atiende como desde un estrado a sus proezas. Ella tiene la última palabra, y se permite fingir desdenes y aprestar obstáculos para probar a su galán. Los largos regateos amorosos son para ella lo más sabroso de esa relación. La demora en conceder sus favores da pie a las quejas líricas y a la nostalgia melódica de los trovadores. La belle dame sans merci sabe prolongar ese juego cortesano. En el largo asedio galante se purifica y se sublima el deseo sexual. Por encima de esa sensualidad se elabora una psicología cada vez más sutil y espiritual. Esta cortesía supone un amable impulso civilizador en medio de la brutalidad de los tiempos que reflejan los cantares de gesta y los relatos históricos.

  1. El adulterio.

En cuanto al adulterio, otro de los rasgos típicos de ese amor refinado, recordemos la observación de C. S. Lewis: “cualquier idealización del amor sexual, en una sociedad donde el matrimonio es puramente utilitario, tiene que comenzar por ser una idealización del adulterio”.
En la práctica real de la sociedad feudal el matrimonio no tenía nada que ver con el amor, sobre todo en las capas superiores de la sociedad medieval los matrimonios eran dictados por las conveniencias sociales y dispuestos por las familias, sin gran intervención de los contrayentes. Una rica heredera era pretendida por otros señores influyentes, que ambicionaban aumentar con su dote sus dominios territoriales. Las diferencias de edad entre los contrayentes no les importaban demasiado; y los jóvenes sin grandes recursos no tenían nada que hacer frente a los viejos señores con buenas rentas para alcanzar la mano de una joven casadera de buena familia. Tanto los viudos como las viudas volvían pronto a contraer matrimonio si con ello tenían la oportunidad de agregar nuevas tierras a sus dominios. La política matrimonial de la Edad Media era de un pragmatismo despiadado.
La exaltación lírica del adulterio podía considerarse como una expansión sentimental, permitida al margen de la práctica matrimonial (que guardaba más relación con la hacienda y la posesión física de los esposos que con la faceta sentimental). Esta apertura cortés al adulterio (por lo menos espiritual) que violentamente choca con la práctica de la época, en que la mujer estaba sometida a los varones de la familia, pero también con las normas de la moral cristiana, representa un mayor margen de libertad personal para la mujer, sometida a ese duro servilismo matrimonial. La concepción cortés del amor, que implica la afirmación de la legitimidad del adulterio espiritual, reivindica para la mujer una, aunque limitada, libertad; en cuanto enérgicamente rechaza y condena la condición social que ponía a la mujer en la imposibilidad de elegir y en la necesidad de dejarse, pasivamente, escoger. La concepción cortés afirma que la institución social del matrimonio respecta sólo la vida, diremos, física; mientras que la vida espiritual está regulada por la ley de la fine amor, para la cual no sólo es libre, sino además, “soberana” la mujer; para la que no es escogida, sino que ella elige, restituye a la mujer, en el orden espiritual, plena autonomía de determinación y de deliberación1.
En el tratado sobre el amor que escribió el capellán Andreas en la corte de Champaña (De Arte Honeste Amandi principios del siglo XIII), la posibilidad de un amor existente entre los esposos es categóricamente rechazada. Las razones de ello son que: los amantes se conceden cualquier cosa recíproca y gratuitamente, sin ninguna obligación, mientras que los esposos están obligados por el deber a cumplir todos los deseos de uno a otro. Esta obligación mutua impide la relación libre que caracteriza al amor noble. La obediencia de la esposa hacia su marido contrasta con la posición dominante de la dama en el amor cortés. El amor conyugal carece de mérito, mientras que el amor cortés supone los riesgos de lo esforzado y lo furtivo. Se admite la existencia entre los esposos de una posible maritalis affectio distinta del amor. Pero sería abusar del sacramento matrimonial el pretender convertirse en un vehemens amator de la propia mujer. Quien cometiera tal impropiedad sería simplemente un adúltero in propria uxore adulter (con su propia esposa).
Se puede agregar que la rutina matrimonial es algo opuesto a la exaltación sentimental del amor cortés en busca de una recompensa difícil o imposible. Esta dificultad de la recompensa física hace que la pasión de los amantes se purifique y cobre tonos agudamente espirituales. Es el amor que sabe apreciar los pequeños gestos, que aguarda las mínimas señales y favores de la amada, en espera de la última e íntima unión, que tal vez no llegará nunca (la tensión potencia el sentimiento amoroso, la recompensa fácil puede apagarlo).
Por otra parte, los señores feudales que aprobaron ese galanteo con sus esposas no habrían dado con tanta facilidad su beneplácito a esos cortejos de los trovadores, de suponer que después de la teoría las relaciones podrían concluir en una práctica real del adulterio. Una anécdota de la época cuenta como un celoso señor feudal hace asesinar al trovador amante de su esposa y, después de arrancarle el corazón, obliga a su mujer a comérselo. Los tratos de los nobles a sus esposas eran con frecuencia de una notable brutalidad. Todo ese galanteo cortesano adquiere una coloración más viva en contraste con las costumbres reales de los matrimonios de la nobleza de la época: mujeres repudiadas, abandonadas, que se retiran a un convento para el resto de sus días, encarceladas en un apartado castillo, o que pasan de un esposo a otro, según el capricho o la política de los grandes. Por ello durante su época de esplendor resulta una amable compensación para las damas sentirse rodeadas de un círculo de cortesanos y poetas, halagadores, que le dedican un afecto fiel de vasallos sumisos y la rodean de atenciones y en su forma más exagerada le tributan una adoración que roza el énfasis religioso como en el Lancelot o el Tristán e Isolda de Gottfried de Estrasburgo.

  1. Religión del amor.

Como toda estilización artística, la lírica trovadoresca tiende a una progresiva exageración de sus caracteres distintivos; avanza de un lado hacia la abstracción alegórica, y de otro hacia el misticismo. La insistencia en el aspecto subjetivo de la pasión (propia de toda la lírica) adquiere mayor fuerza emotiva con el distanciamiento del objeto amoroso o con la renuncia a una realización de las ansias amorosas (como en Dante y los poetas del dolce stil nuovo). Al constatar la omnipotencia del amor, los poetas le aplican caracteres divinos; lo consideran como un dios o bien una fuerza instintiva de la naturaleza. También se diviniza y se adora en un culto sacrílego a la amada. La explicación de esto es quizá el culto y la lírica mariana, que alcanza su mayor incremento en los siglos XII y XIII, y que referirá a la persona de María epítetos y fórmulas de ensalzamiento que tienen paralelo en estas invocaciones profanas a una amada imposible.

Es difícil precisar los orígenes de esta concepción del amor, tan extraña a la práctica real de la sociedad de la época. Sobre estos orígenes se ha escrito mucho. La teoría que suponía una influencia latente de la herejía de los cátaros albigenses, tan ferozmente reprimida en la época, es muy atractiva, pero no parece resistir un análisis detallado. Otra teoría supone la influencia árabe (con influjos líricos precisos que llegaron desde España al sur de Francia). Otra resalta los influjos de la lírica latina amorosa, clásica y tardía; especialmente la erótica ovidiana. Probablemente la más cómoda solución sea la de un cierto eclecticismo. Al extenderse por Europa esta poesía sufre modificaciones y se aleja de su núcleo originario, el sur de Francia. Así, el amor cortés del norte de Francia es bastante diferente del occitano, muestra de esto es la obra de Chrétien de Troyes, defensor del ideal de un matrimonio en el que el caballero puede combinar el amor con la aventura y ser a la vez esposo y amante perfecto (como en Erec y Enide).



Fuente: García Gual, Carlos, Primeras Novelas Europeas, Madrid, 1974, Editorial Istmo, pp. 73-84. Biblioteca Samuel Ramos de la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Clasificación: PN678/G36

1 A. Viscardi. Citado en p 77.

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lunes, 16 de octubre de 2017

En busca de la Edad Media


Jacques Le Goff, En busca de la Edad Media (Fragmento)

La Edad Medía se prolongaría durante más de un milenio. ¿Cómo establecer una periodización en el interior de esos mil años?

La Edad Media fue dinámica, intensamente creadora. Pero no lo dice. Si nuestras sociedades califican, gustosas, los menores cambios como «históricos» (un gol en el futbol, una bajada de la Bolsa), la Edad Media evita por completo celebrar las novedades. Al contrario, en la Iglesia ‑y entonces la Iglesia abarcaba toda la vida intelectual‑, la palabra novitas, novedad, llena de temor y hostilidad a quien la escucha. Decir de un autor que es nuevo supone condenarlo: igual que tacharle de herejía maligna. Los creadores, numerosos en la Edad Media, rechazan esta sospecha. Afirman ser los imitadores de autoridades venerables. Según dicen, retoman ideas antiguas, les quitan el polvo y las hacen renacer.

Santo Tomás de Aquino, inmenso inventor de ideas, se habría escandalizado al ver que lo elogiaban como un innovador. Según él, lo único que hacía era volver a las fuentes. Nuevo, novus, es apocalíptico, sólo unos cuantos osados, unos cuantos provocadores, apelan a la novedad, entendida de manera positiva; por ejemplo, los primeros frailes mendicantes, dominicos y franciscanos, a principios del siglo XIII. La vida oficial de santo Domingo está repleta de novus, novitas, etc. Por consiguiente -siguiendo los ejemplos de Etienne Gilson y Erwin Panofsky-, en esta época hay que periodizar identificando los renacimientos.

El primero de esos renacimientos es, a todas luces, el Renacimiento carolingio (finales del siglo VIII y principios del siglo IX). Enseguida lo advirtieron historiadores como Jean‑Jacques Ampére (1800‑1864), hijo del famoso físico, en su Histoire littéraire de la France sous Charlemagne (1839). Paralelamente, los alemanes, en la misma época, empezaron a publicar los documentos de forma metódica. A las dos orillas del Rin se produjo tal vez la misma exageración de esa época carolingia, por razones nacionales: Carlomagno ¿es francés o alemán? La pregunta no tiene ningún sentido para nosotros. En aquel momento, en el siglo XIX, era importante y, sin duda, mucho más para los alemanes: germanizar a Carlomagno permitía situar en Alemania el centro del primer Renacimiento.

No obstante, ya hemos visto que la época de Carlomagno ‑caracterizada por la búsqueda de una edición auténtica de la Biblia y por la reforma de la escritura‑ sienta las bases de una civilización. Por una parte, nos encontramos la exégesis y, por otra, el arte de leer y escribir. La Edad Media sera la época del Libro y los libros. Esto suscita otra conmoción, cuyas consecuencias no han evaluado los historiadores hasta hoy: el estatus de la imagen cambia. Refleja el vínculo que se instaura, a partir de ese momento, con el Libro y los libros.

Es por todos conocida la grave crisis que desgarró por dos veces el Imperio bizantino: la iconoclasia, la destrucción de las imágenes, se convirtió en doctrina religiosa oficial entre 730 y 787, y más tarde, entre 815 y 843. No se trata, en absoluto, de una «querella» bizantina, especiosa y sofisticada, sino de una revolución cultural, seguida de una contrarrevolución, que en ocasiones adoptó el aspecto de una guerra civil y trajo aparejada la disidencia de regiones enteras.

Occidente, gracias a Carlomagno, sus allegados y sus prelados, se ahorra todo esto. Carlomagno no toma partido ni a favor ni en contra de la veneración de las imágenes. Se niega a entrar en el debate sobre el aniconismo, lo prohibido de la representación. Ensalza la teoría del ni‑ni, por recuperar una fórmula con gran predicamento: ni abolición de las imágenes ni veneración. Se apoya en una tradición que se remonta al papa Gregorio Magno (540‑604), cuya Carta al obispo Sereno dé Marsella justificaba el papel de las imágenes. Además, sus teólogos se confunden con respecto a la traducción de las actas del concilio al que, en 787, en Nicea, acudió la emperatriz Irene para justificar el culto a los iconos. Por lo tanto, de un modo parcialmente involuntario, se está perfilando una posición original. Sea como fuere, la imagen se encuentra desdramatizada, autorizada.

Al evitar la disputa, Carlomagno excluye todo altercado sobre la función litúrgica de las imágenes. Se piensa que éstas son intermediarios entre el hombre y Dios. No hay nada pagano, ni idólatra, en dar a Dios un rostro. Se trata de un acto de devoción, no de culto. Todo esto distingue a Occidente de Bizancio. Sin embargo, Occidente también se distingue de las religiones anicónicas ‑judaísmo, islamismo­ al presentar las imágenes como un instrumento de salvación. La imagen no es más que un instrumento, pero tampoco menos. A partir de entonces, el cristianismo «romano» se desmarca, a la vez, del judaísmo, del islamismo y del cristianismo «griego». Sitúa el debate en otro lugar. Aparte de algunas crisis aisladas, no habrá más controversia sobre las imágenes hasta la Reforma luterana. El arte occidental, que otorga una posición central al hombre, a la figura humana, nace de esa elección.

Finalmente, la adopción de las imágenes desempeña un gran papel en el desarrollo de un culto fundamental: el de la Virgen María. Ésta entra en la piedad de un modo inédito hasta entonces, ya que se la representa en la Pasión de Cristo, y la difusión del crucifijo favoreció a esa misma Pasión de Cristo en todos los estratos de la sociedad.

Esas imágenes acostumbran a los fieles a ver a Dios con forma humana, algo que se deriva, con toda lógica, del dogma de la encarnación, central en el cristianismo: Dios se hizo hombre y vivió entre nosotros.

Sin embargo, hay que entender bien que, en este caso, la imagen precede muchas veces a la reflexión teórica. La piedad se expresa, en primer lugar, por mediación de la imagen; después, a través del discurso. Picasso decía: yo no busco, encuentro. Igual sucede en este momento crucial. Se encuentra por mediación de la imagen. Los discursos teológicos buscan después. Muchas veces, las imágenes preceden a los desarrollos que proponen los clérigos. Haciendo ver los textos bíblicos, inducen y anticipan el comentario que se desplegará.

¿Es preciso recordar la importancia del famoso relato del Génesis donde el hombre se crea a imagen de Dios? Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nóstram, dice el texto latino de la Vulgata, que entonces es la referencia: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». La imagen representa, expresa, la piedad de los fieles. Les aporta la intuición de lo que acabará precisándose posteriormente gracias a los razonamientos,

Después del Renacimiento carolingio, nos encontramos con un segundo: el del siglo XII.

A decir verdad, una vez que se admitió el concepto de «renacimiento» algunos medievalistas vieron renacimientos por todas partes, de tan constante que es la aspiración al renacimiento, a la reforma, en la Edad Media. Sin embargo, para que la periodización siga resultando operativa ‑si no, periodizar no sirve para nada‑, se imponen unas elecciones, con el riesgo de esquematizar, como sucede siempre, unas evoluciones que, a menudo, son mucho más sutiles. No hace mucho que el gran medíevalista italoamericano Roberto Sabbatino López planteó la pregunta: «El siglo X, ¿otro Renacimiento más?» (The Tenth Century, still another Rennaissance?).

De hecho, para él se trataba de plantear la cuestión del «despegue» de Occidente en torno al año 1000, una cuestión que recientemente ha suscitado inútiles discusiones. No sucedió nada en el año 1000, sino que, como demostró Georges Duby, el período de 980‑1040 supone un período de efervescencia decisivo en el ámbito económico y social (desarrollo de la roturación, el caballero, los castillos, los pueblos y muy pronto del señorío), en el ámbito espiritual (movimiento de la paz de Dios, construcción de iglesias, el mito de Jerusalén preparando la cruzada). Por consiguiente, podemos atenernos a análisis como los que plantea el norteamericano Charles Homer Haskins en 1927 y que fueron objeto de muchas más investigaciones posteriores. Haskins introducía la idea de un segundo Renacimiento, en el siglo XII.

Este Renacimiento es mucho más importante, más profundo, que el Renacimiento carolingio. Afecta a la totalidad del saber: la filosofía y la teología. Confirma un retorno masivo a las obras de la Antigüedad latina ‑la Antigüedad griega aún permanecería mucho tiempo en el olvido, con la notable excepción de Aristóteles, que volvería a descubrirse, parcialmente, en el siglo XII‑ y el gran momento de su redescubrimiento, por mediación de los árabes, se sitúa en el siglo XIII, en traducciones latinas.

El cambio se inscribe materialmente en la vida social. Observamos en todas partes la eclosión de escuelas urbanas que, a diferencia de las antiguas escuelas monásticas, se imponen como escuelas laicas. También vemos construirse, de forma paralela a los conventos, corporaciones universitarias. Por descontado, cuando digo «laico» hay que entender la palabra en el sentido cristiano: los laicos son miembros de la Iglesia no dedicados al sacerdocio. ¡En aquellos tiempos a nadie se le pasa por la cabeza la idea de no pertenecer a la Iglesia!

En esta época también nace una literatura original, y diría más, la literatura en el sentido occidental del término. Además, la palabra literatura aparece en el siglo XII. En primer lugar, es una literatura poética; difunde la ideología cortesana, caballeresca; pero se está asentando un género inédito, que no se encuentra en la tradición grecorromana: la novela. Existen, por descontado, muchos grandes textos narrativos, surgidos de la tradición helenística, denominados posteriormente «novelas» (El asno de oro, de Apuleyo; Las etiópicas, de Heliodoro). Estas obras nada tienen que ver con la novela tal y como se difunde entonces: un texto de ficción que utiliza la lengua corriente, en contraposición al latín. El contenido es, la mayor parte de las veces, profano, «laico». Todos conocemos la posteridad de un Chrétien de Troyes (1135?‑1183?)... Los cantares de gesta, épicos, se habían construido en tomo a la imagen de Carlomagno, las novelas corteses lo hacen en torno a la imagen de un rey imaginario: Arturo.

1215: LETRÁN IV, EL CONCILIO CAPITAL

¿Qué debemos entender por «1aico»?

En la Edad Media, la palabra designa a los cristianos no ordenados ni consagrados por la Iglesia, en contraposición a los «clérigos». Este reparto de poderes recupera una dialéctica tan antigua como las enseñanzas de Jesús: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

Por una parte, la Iglesia; por otra, los poderes laicos, sobre todo el del Imperio Romano Germánico, heredero parcial de Carlomagno. Estos dos poderes son distintos, pero se enfrentan enérgicamente para asegurar la preeminencia de uno sobre el otro. Por eso la aspiración a la reforma de la Iglesia responde a una antigua exigencia: liberar a la Iglesia de su sumisión a lo temporal. Este movimiento adquiere una importancia excepcional con la reforma gregoriana, que simboliza Gregorio VII, papa entre 1073 y 1085. Esta reforma se lleva a cabo durante todo el siglo XII.

Gregorio, según la costumbre, pretende purificar a la Iglesia de sus compromisos con el dinero y librarla de sus diversas «impurezas»; preservarla, sobre todo, de la mancilla que suponen los líquidos impuros: el esperma y la sangre. Se impone definitivamente el celibato a los sacerdotes, que a menudo lo violaban, y se les prohíbe enérgicamente la actividad guerrera. Según Gregorio, este retorno al ideal debería liberar a la Iglesia de los poderes temporales, para que el papado ejerciera plenamente el poder espiritual, lo que, por supuesto, lleva aparejada una ambigüedad: cuando el papa insiste en la necesaria distinción entre Dios y el César, cuenta con elevar a la Iglesia por encima del César. De este modo, encarnaría el verdadero poder, subcontratando la gestión temporal al poder subordinado, menos eminente, de los laicos reducidos al papel de «brazo secular».

Las consecuencias sociales son importantes: todo el mundo está llamado a reformarse, laicos inclusive. Es cierto que estos últimos siguen siendo, con respecto al clero, cristianos de segunda fila. Estaban acostumbrados a ello. Lo consentían desde que la vida monástica impuso su prestigio, durante los siglos VII y VIII, estableciendo como valores últimos el retiro del mundo, el celibato, la castidad y la pobreza. La reforma gregoriana mantiene a los laicos un paso por detrás, pero les confiere una dignidad nueva. Se convierten en cristianos plenos, con unos deberes y responsabilidades crecientes, en tanto que interlocutores claramente definidos frente a los clérigos. Lo esencial para la civilización occidental fue que Europa escapó de la teocracia y permitió el establecimiento de una laicidad coexistente con la práctica religiosa.

Una serie de concilios «ecuménicos» ‑europeos, de hecho, ya que se ha perdido el contacto con las iglesias orientales‑ culminó en el cuarto Concilio de Letrán, conocido como Letrán IV (1215), el concilio capital. Celebrado en Roma, sede de un papado que se sitúa a la cabeza de Occidente, Letrán IV conmociona la vida cotidiana y espiritual de los laicos.

Los padres conciliares instauran la práctica anual de la confesión auricular para todos los cristianos mayores de 14 años. Asimismo, promueven el matrimonio ‑imponiendo el consentimiento mutuo‑ y la publicación de las amonestaciones; de manera que el matrimonio, infravalorado hasta entonces, se convierte en una institución verdaderamente cristiana, un ideal de vida. También condenan la herejía, la usura y a los judíos: El Concilio es representativo de un momento histórico en el que la Iglesia actúa como puntal del gran desarrollo de la cristiandad entre los siglos XI y XIII, pero también fomenta el movimiento de represión que desea, preservar la pureza de la Reforma (condena de los herejes, los judíos, los homosexuales, los leprosos). Permite la Inquisición.

Nunca se insistirá lo bastante en la revolución que provocó la confesión obligatoria auricular, esto es, una confesión pronunciada individualmente al oído del sacerdote y protegida por el secreto. Este hecho rompía con las confesiones públicas, que eran poco frecuentes, necesariamente espectaculares y que únicamente tenían que ver con actos públicos.

Ahora, se trata de entrar en uno mismo, de hacer examen de conciencia. Se abre un espacio interior, que será el de la psicología y, más tarde, el psicoanálisis. Un día, me encontré con Michel Foucault en la biblioteca parisina de los dominicos de Le Saulchoir y nos pusimos a conversar apasionadamente sobre Letrán IV. Incluso me atreví a dar una fórmula: «El psicoanálisis ha tumbado en horizontal a lo confesional; lo confesional se ha convertido en el diván».

Mi fórmula no era exacta, lo confieso, ya que lo confesional no aparece en forma de mueble hasta el siglo XVI. Hasta ese momento, uno se confesaba apartado, sentado junto al sacerdote, exactamente como se ve aún en las grandes manifestaciones públicas de la Iglesia actual: peregrinaciones, la Jornada Mundial de la Juventud, etc. No obstante, sigo sosteniendo la idea de una afirmación vertical: la confesión une lo alto y lo bajo, el más allá y el aquí. No se interesa tanto por los actos como por las intenciones que conducen al acto. Las consecuencias son considerables.

Por lo tanto, el Renacimiento de los siglos XV‑XVI, tal como lo definimos, sólo es el tercero...

Ha entendido bien que considero el «gran» Renacimiento uno de los renacimientos ‑medievales. Sucede lo mismo con esa reforma que fue la Reforma protestante. La gran cuestión es saber cuándo ese Renacimiento se convierte en otra cosa y cuándo termina, efectivamente, la Edad Media. Como decía, no hay que buscar un momento, ni una gran fecha, sino una serie de momentos; no hay un final de la Edad Media. Ya he expresado anteriormente mi opinión. Quisiera volver por un momento al siglo XVI, gran Renacimiento medieval.

Desde el punto de vista político, puede pensarse que la Edad Media finaliza durante las guerras de religión. Es cierto que el famoso principio cuius regio, eius religio (en el país de un rey, reina su religión) no hace más que refrendar una costumbre medieval. Un lugar, un señor, unas costumbres. En una época en que Roma, a pesar de sus pretensiones, queda muy lejos, el príncipe y los obispos fijan un determinado número de usos. Incluso diría que la separación del cristianismo en dos conjuntos (los reformados y los romanos) hiere al hombre medieval, pero no le sorprende: ya hubo dos o tres papas concomitantes, reinos excomulgados, guerras contra el papa, etc. Por lo tanto, no supone una auténtica ruptura desde este punto de vista, aun sabiendo que se trata de una separación definitiva.

En cambio, aparece una palabra: religión. Resulta totalmente ajena, a la Edad Media. Todo era religión. El término estaba restringido al significado de orden religiosa: «entrar en religión» significaba profesar votos monásticos. Por ejemplo, el gran economista norteamericano Karl Polanyi (1886‑1964) demostró que la economía de las sociedades «primitivas» no existió de manera independiente hasta la época moderna, sino que estaba «engastada en lo que llamamos religión» (véase el capítulo 3, pág. 84).

La acepción actual de la palabra se remonta al siglo XVI. Esta emergencia del concepto de religión, en sí misma, supone una verdadera ruptura, ya que invita a concebirse eventualmente fuera de la religión, considerada un fenómeno si no relativo, cuando menos susceptible de distanciamiento. Se puede «escoger».

En cambio, en tanto que «visión del mundo», la Edad Media persiste en los dos campos. No sale derrotada hasta el desarrollo del espíritu científico, a partir de Copérnico (1473‑1543) y hasta Newton (1642‑1727). Finalmente, si consideramos la tecnología y la vida social, la Edad Media dura hasta el siglo XVIII. A partir de ese momento, va cediendo su sitio progresivamente a la revolución industrial, cuando se acentúa la ruptura con la economía rural. La emergencia del concepto de mercado y la concienciación acerca de los fenómenos específicamente económicos anuncian un cambio radical. Hasta entonces, la economía respondía primero a cuestiones morales: ¿cómo pensar la riqueza y la pobreza? En el siglo XVIII, encuentra la autonomía. Se convierte en un instrumento, que quiere convertirse en causa y finalidad.

Queda un último problema: el de Italia. Tradicionalmente, desde Burckhardt ‑ya lo hemos visto‑, el Renacimiento casi se confunde con Italia. No me agrada este hecho. Es cierto que Italia es el lugar donde se realiza la excelencia de cada período medieval, pero también es el lugar que rompe constantemente con esta civilización, produciendo excepciones de considerable envergadura.

Excelencia en la Edad Media: la consecución del desarrollo urbano, el dinamismo del movimiento religioso, la eclosión de gigantes como Dante (1265‑1321) o Giotto (1266?‑1337)... Excepción en la Edad Media: la ausencia de monarquía, la ausencia de un verdadero arte gótico y, sobre todo, la división de los pueblos, la extraña estructura de las guerras intestinas. Tiene algo de anacrónico el estudiar una Italia medieval. Es una noción abstracta, fabricada a posteriori. Se trata de varias Italias, en plural.

Los mismos interrogantes se ciernen sobre el Renacimiento italiano. En la península, el siglo xv suele parecer atípico: citaré únicamente el caso de Maquiavelo (1469‑1527). El florentino es medieval en muchos aspectos; casi más que los italianos de su tiempo. En otros aspectos, pasa por encima de su época y se mueve ya en la cuestión política del «príncipe» y el absolutismo, tal y como se plantea en el siglo XVII.

Tras haber situado a Italia en el corazón de la Edad Media y, después, del Renacimiento, sería absurdo excluirla. únicamente me gustaría recordar lo difícil que resulta tomar como modelo el caso italiano y medir con este rasero la totalidad de Europa.

Resulta difícil dar por terminada la Edad Media, pero ¿cuándo empieza? Nos habíamos quedado en Rómulo Augústulo, Odoacro y el año 476...

Afortunadamente, se ha abandonado por completo la idea de un final brutal de la Antigüedad grecorromana. Se habla de Antigüedad tardía. Ese gran período, aún imperial, conduce a la Edad Media occidental, es bien cierto, pero también a las civilizaciones del Oriente bizantino y del islam, que tal vez deban dejar de calificarse como «medievales». Y es que no basta con una cronología (siglos VI‑XV) para hablar de «Edad Medía» en cuanto abandonamos Occidente. La Arabia medieval, la India medieval, el Japón medieval, no siempre son conceptos pertinentes. ¿Con respecto a qué periodización se puede hablar de «Edad Media» en el islam, en la India, en Japón? Hay una extensión abusiva de un punto de vista occidental. En cuanto a América: ¿quién estudiaría a los aztecas desde la perspectiva de la Edad Media? No obstante, la periodización occidental que ha producido la Edad Media se ha aceptado de forma bastante generalizada hasta el momento.

Hasta el fin de la Antigüedad tardía existe una cultura propia de todo el Mediterráneo. Encima se edificaron posteriormente ‑sin borrarlo todo‑ otras entidades geopolíticas. Algunas están vinculadas al continente europeo: nuestra Edad Medía, por ejemplo, que no tiene nada de universal. Otras se vinculan con Arabia o el Norte de África: es el caso de la conquista musulmana. Y otras más interactúan con Asia central: por ejemplo, los fenómenos turcos y mongoles, musulmanes, pero tan poco árabes. Lo mismo sucedió con Bizancio, cuyo testigo, no tardó en tomar Rusia.

En lo tocante a Europa, nos olvidaremos de Rómulo Augústulo. No resulta significativo. También nos guardaremos de la imagen ‑no menos ideológica‑ de las «grandes invasiones». Augusto y Tiberio ya rechazan a los «invasores»: indiscutiblemente, pertenecen a la Antigüedad. La Grecia antigua había combatido a los «bárbaros», término que inventó con el éxito que conocemos. Carlomagno también guerrea contra los «invasores» del sur o del norte. Sin embargo, se sitúa, a todas luces en la cultura medieval. En nuestro caso, el cambio se debe a la cristianización: se lleva a cabo lentamente, desde el interior. El Imperio se cristianiza; después, cristianiza a sus invasores, aunque desaparezca en la nueva configuración. Sin embargo, en el caso de Oriente Medio y Próximo, el cambio nace de la islamización, que, progresivamente, llega del exterior: de Arabia.

La Edad Medía occidental no está programada. Nace de una aculturación donde, poco a poco, se van mezclando las costumbres romanas y las «bárbaras». También nace de la confrontación con el islam. Efectivamente; en un principio nada predisponía al Imperio de Occidente ‑que englobaba el norte de África‑ a hacerse «europeo». Desde la conquista musulmana de España (siglo VIII) hasta la hegemonía otomana en los Balcanes (siglo XIV), Occidente no se concibe a sí mismo como entidad geopolítica. Sólo se estructura por su existencia frente a un mundo percibido como hostil.


Jacques Le Goff. En busca de la Edad Media. Paidós, 2003, Barcelona, pp. 52-60.

martes, 10 de octubre de 2017

La mujer que vengó al Che Guevara

Ayer, 09 de octubre, se cumplieron 50 años del asesinato del "Che". En 1971, la década que celebró la liberación de la mujer, Monika Ertl vengó su muerte.

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martes, 3 de octubre de 2017

“Dos de octubre no se olvida”, los movimientos sociales de 1968


Juan Antonio Díaz


El año 1968 fue de agitación de la juventud en todo el mundo. Era la década de los sueños de paz y libertad, del rock de Elvis y de los Beatles, de la revolución sexual y los hippies, y, sobre todo, de los movimientos de protesta, reprimidos con toda la fuerza por los respectivos regímenes: en las universidades norteamericanas, contra la guerra de Vietnam; en París y México, contra el sistema capitalista. Pero en Checoslovaquia los jóvenes se enfrentaron a los tanques soviéticos, cuando se produjo la invasión de su país a consecuencia de "La primavera de Praga". (La Nación, San José C.R. 03 ene 1999)


El año de 1968 fue un año crucial en el que las estructuras del capitalismo, el socialismo y el llamado mundo en desarrollo -en un mundo bipolar o más bien “tripolar”, sin contar al mundo árabe- mostraron sus debilidades, su cansancio, su anquilosamiento y su rigidez. Así encontramos tres epicentros -aunque hubo movimientos populares en diversos puntos y ciudades del mundo-, si tomamos en cuenta la envergadura y significación de los acontecimientos, así como su desenlace trágico, sobre todo en los casos de Praga y la Ciudad de México.

A los dos ya mencionados epicentros se suma París, la “ciudad luz”, quedando como centros nodales de la inconformidad: Praga para el mundo socialista, París para el bloque capitalista desarrollado y la Ciudad de México para el mundo en vías de desarrollo o también llamado “tercer mundo”.

La Primavera de Praga


El inicio de año nos sorprende con la llegada al poder de Alexander Dubcek en Checoslovaquia y su intento de suavizar al socialismo estableciendo un “socialismo con rostro humano”, superando la rigidez impuesta por la Unión Soviética, democratizando un tanto al partido socialista checo y proporcionando ciertas libertades, como la de opinión, a la sociedad civil. El intento de Dubcek movió a la maquinaria bélica del socialismo a intervenir a en Checoslovaquia, y los países del denominado “Pacto de Varsovia” -la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la República Democrática Alemana, Bulgaria, Hungría y Polonia- invadieron el país en agosto de 1968 y obligaron a Dubcek a  revertir las disposiciones establecidas, a pesar del apoyo popular logrado. Los civiles tomaron las calles en apoyo a Dubcek y protestando contra la invasión. Sin embargo nada pudieron hacer, la rigidez del socialismo fue devuelta y, por el momento, el socialismo “con rostro humano” fue olvidado. Pero la llamada “Primavera de Praga” había establecido el precedente y demostrado el anquilosamiento y rigidez del sistema.

El mayo francés


Por su parte, el mundo capitalista desarrollado mostró también su agotamiento en París, una de las capitales del primer mundo, en el que nadie hubiera esperado sucedieran las protestas estudiantiles contra el sistema. Los protagonistas fueron los estudiantes, principalmente de la Sorbona a quienes el sistema no garantizaba ya la seguridad en el empleo, ni el sostenimiento de un nivel de vida decoroso, aunado a una crisis que precarizaba el empleo y movilizaba a los obreros a exigir incrementos salariales ante la oposición empresarial y gubernamental. Por otra parte el sistema autoritario propio de la época, y que como vimos permeaba las opciones económico-políticas de gobierno, limitaba y prohibía la movilización social y la manifestación pública de las inconformidades estableciendo férreamente el orden público con métodos violentos.

Las protestas iniciaron el 3 de mayo de 1968, cuando un grupo de estudiantes se reunieron en La Sorbona para protestar contra el sistema universitario, la población civil se unió a la protesta, lo que motivó la represión del sistema y la detención de algunos estudiantes. Sin embargo esta medida sólo recrudeció las protestas tanto como a la reacción gubernamental. Se intensificaron los enfrentamientos entre manifestantes y la policía, se formaron barricadas y París ardió por los enfrentamientos provocando numerosas detenciones. El sector obrero se unió al movimiento de protesta y se declaró una huelga general que paralizó al país entre los días 13 y 27 de mayo, a la cual se unieron poco a poco diversos sectores industriales como el automotriz y el energético, así como los trabajadores del campo. Dicen que se sumaron a la huelga general casi 10 millones de personas y poco a poco el movimiento se radicalizó, erizando los pelos de los sectores empresariales y de la burguesía acomodada que veían cómo se ocupaban universidades, fábricas e industrias colgando efigies subversivas de personajes como Marx, Lenin, Mao, Fidel Castro y el Che Guevara, al son de la internacional y cómo se multiplicaba el número de manifestantes a las marchas convocadas por la Confederación General De Trabajadores, el Partido Comunista Francés o los estudiantes. El clima subversivo sólo pudo detenerse ante el anuncio del gobierno francés de otorgar un incremento salarial del 35% al trabajo industrial y del 12% general, así como mejores condiciones de trabajo. También se comprometió a llevar a cabo un referéndum y elecciones presidenciales. Los pocos focos de protesta estudiantil que quedaron tras el 30 de mayo fueron poco a poco sofocados con acciones policiales y militares y así se pudo apaciguar a Francia y devolverla a equilibrio burgués del capitalismo.

El movimiento estudiantil del 68 en México


El autoritarismo y la represión de las manifestaciones de inconformidad eran moneda común en los regímenes de la segunda mitad del siglo XX y México no era la excepción. El PRI llevaba ya casi 40 años en el poder, sin transición de poderes en un país que presumía de ser una democracia, con un sistema de partidos. La falta de democracia resultaba ya inocultable. Y ocupaba la presidencia de la república el despótico político poblano Gustavo Díaz Ordaz, educado en las artes de la política nada menos que en las filas del general Maximino Ávila Camacho, otrora gobernador del Estado y hermano del expresidente Manuel Ávila Camacho, donde aprendió a usar la mano dura cobijado por la impunidad que otorga el sistema político mexicano. La personalidad del presidente en turno jugó un papel preponderante en el desarrollo y desenlace de los sucesos del 68 mexicano, una personalidad recia con un marcado complejo de la autoestima baja, que suelen remarcar los historiadores, provocada por su poco agraciada figura que le hizo quizá contestar con rabia a los improperios que solían gritarle los estudiantes manifestantes cuando pasaban por el balcón presidencial: “Sal al balcón hocicón”, entre otros aún más creativos.

Para ilustrar el complejo presidencial aludido recordemos la pifia cometida por el Diario de México, cuando en 1966 equivocó intercambiándolos los pies de foto de una junta del gabinete presidencial con el Presidente y la llegada de ejemplares de chimpancé al zoológico de Chapultepec. Lo cual le costó al diario su cierre por orden presidencial. El suceso ilustra la falta de humor del presidente Díaz Ordaz, su complejo de inferioridad y, sin duda, el poder y capricho presidencial.

La costumbre de reprimir a la juventud y al descontento social topó con una rencilla entre estudiantes preparatorianos en las inmediaciones de la Vocacional de Balderas, del IPN, a los cuales con lujo de violencia arrestó la policía motivando el cierre de la escuela por los estudiantes y la protesta por medio de una marcha que se llevó a cabo el 26 de julio, que fue apoyada por estudiantes de otras escuelas, y que convergió con la marcha que en conmemoración del la revolución cubana ejecutaba el Partido Comunista Mexicano -con el que inmediatamente fue vinculado el movimiento estudiantil en ciernes- y que como era costumbre fue sofocada por medio de la brutalidad policial.

El descontento trascendió el nivel preparatoriano y aunó el apoyo de las escuelas superiores del IPN y de la Universidad Nacional Autónoma de México, quienes tomaron las calles en protesta, evidenciando la rigidez del sistema, la falta de libertades de reunión y manifestación libre de las ideas, la brutalidad policiaca y la represión gubernamental. Logrando sólo con ello, en respuesta, mayor represión y mayor encono. El movimiento escaló hacia la crítica por la falta de democracia en el país y el descontento social ante un gobierno ineficiente contra los embates de la inflación y la falta de oportunidades movieron el apoyo de la ciudadanía a los estudiantes y sus marchas que cada vez sumaban más participantes y adeptos. Las pancartas de crítica al gobierno y el uso de efigies subversivas como la imagen de Ho Chi Min o el Che Guevara dotaron de incomodidad al gobierno, pero también de una argucia falaz que esgrimirían incansablemente para justificar sus acciones represivas, el que tras el movimiento estudiantil se hallaba una conjura internacional que buscaba desestabilizar al país dirigida desde Moscú y la Habana. Todo esto en el marco de las olimpiadas que estaban próximas a inaugurarse en la misma Ciudad de México, hacían ver muy mal, por la cobertura mediática, al país en el entorno internacional y echaba por la borda la imagen que pretendía transmitirse de paz social en un país exitoso en vías de desarrollo, que tanto había labrado el gobierno priísta. Así que era necesario poner remedio inmediato a la situación.

Los estudiantes emitieron un pliego petitorio cuyos puntos fundamentales fueron: el alto a la represión, el diálogo público y televisado con la presidencia, la supresión del delito de disolución social, la destitución del jefe de la policía capitalina, la libertad de todos los presos políticos y la indemnización a todas las víctimas de los actos represivos que para entonces ya habían cobrado sus primeros muertos. Los estudiantes estaban probando al sistema, pero tenían enfrente al presidencialismo mexicano encarnado en la figura del más intransigente ocupante de la silla presidencial. La respuesta fue lacónica, dijo extender su mano para que la estrecharan, pero no estaba dispuesto a ceder ni un ápice, ni una sola concesión. Para el 1 de septiembre, en que rindió su cuarto informe de gobierno, la decisión estaba tomada. En el acto declaró: “hemos sido tolerantes hasta excesos criticables”, “pero todo tiene un límite”.

Así pues se utilizó al ejército para desalojar, antes del 15 de septiembre, con el uso de tanques y armas de grueso calibre la plancha del Zócalo que había sido tomada por los estudiantes. Se hizo lo mismo para retomar la Ciudad Universitaria y el Casco de Santo Tomás. Sin embargo las actividades de los estudiantes y manifestantes no pararon; se hacían mítines relámpago en plazas públicas, cruceros, mercados para dar información, se volanteaba para informar a la sociedad y revertir la información oficial que transmitían los medios en complicidad con el sistema y se planteó una gran movilización y mitin que llevó a cabo el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas en Taltelolco con el consabido desenlace fatal que supuso una masacre de estudiantes y población civil que las fuentes oficiales estimaron en 20 muertos, pero que las no oficiales elevan a más de 350.

La versión oficial habló de un tiroteo provocado por los propios manifestantes contra el ejército, que sólo contestó el ataque. Sin embargo sabemos del uso de un destacamento de guardias presidenciales del denominado Batallón Olimpia, infiltrados y que habrían provocado el tiroteo y los arrestos y asesinatos que se prolongaron por toda la noche y madrugada siguiente. Hoy nadie lo duda, “fue el Estado” se repite incesablemente, el “2 de octubre no se olvida”.

Las olimpiadas se llevaron a cabo cínicamente mientras se declaraba que “todo es posible en la paz” y quedó acallada la falta de democracia y justicia social en México. Se restableció el sistema. Sin embargo, como en Praga y París. el movimiento demostró lo carcomido de las estructuras y alimentó las ansias de cambio que la sociedad civil, más o menos informada no se ha cansado de esgrimir.

Díaz Ordaz asumió la responsabilidad de lo ocurrido en Tlatelolco y en el colmo de su megalomanía, nueve años después, cuando fue nombrado embajador en España -luego de la muerte del dictador Francisco Franco, con lo que inexplicablemente el gobierno mexicano mandaba un sombrío mensaje al pueblo español- todavía declaraba:

“Pero de lo que estoy más orgulloso de esos seis años [de gobierno], es del año de 1968, porque me permitió servir y salvar al país, ¡les guste o no les guste!, [...] Afortunadamente, salimos adelante, y si no hubiera sido por eso, muchachito, usted no tendría la oportunidad de estar aquí preguntando. "