lunes, 16 de octubre de 2017

En busca de la Edad Media


Jacques Le Goff, En busca de la Edad Media (Fragmento)

La Edad Medía se prolongaría durante más de un milenio. ¿Cómo establecer una periodización en el interior de esos mil años?

La Edad Media fue dinámica, intensamente creadora. Pero no lo dice. Si nuestras sociedades califican, gustosas, los menores cambios como «históricos» (un gol en el futbol, una bajada de la Bolsa), la Edad Media evita por completo celebrar las novedades. Al contrario, en la Iglesia ‑y entonces la Iglesia abarcaba toda la vida intelectual‑, la palabra novitas, novedad, llena de temor y hostilidad a quien la escucha. Decir de un autor que es nuevo supone condenarlo: igual que tacharle de herejía maligna. Los creadores, numerosos en la Edad Media, rechazan esta sospecha. Afirman ser los imitadores de autoridades venerables. Según dicen, retoman ideas antiguas, les quitan el polvo y las hacen renacer.

Santo Tomás de Aquino, inmenso inventor de ideas, se habría escandalizado al ver que lo elogiaban como un innovador. Según él, lo único que hacía era volver a las fuentes. Nuevo, novus, es apocalíptico, sólo unos cuantos osados, unos cuantos provocadores, apelan a la novedad, entendida de manera positiva; por ejemplo, los primeros frailes mendicantes, dominicos y franciscanos, a principios del siglo XIII. La vida oficial de santo Domingo está repleta de novus, novitas, etc. Por consiguiente -siguiendo los ejemplos de Etienne Gilson y Erwin Panofsky-, en esta época hay que periodizar identificando los renacimientos.

El primero de esos renacimientos es, a todas luces, el Renacimiento carolingio (finales del siglo VIII y principios del siglo IX). Enseguida lo advirtieron historiadores como Jean‑Jacques Ampére (1800‑1864), hijo del famoso físico, en su Histoire littéraire de la France sous Charlemagne (1839). Paralelamente, los alemanes, en la misma época, empezaron a publicar los documentos de forma metódica. A las dos orillas del Rin se produjo tal vez la misma exageración de esa época carolingia, por razones nacionales: Carlomagno ¿es francés o alemán? La pregunta no tiene ningún sentido para nosotros. En aquel momento, en el siglo XIX, era importante y, sin duda, mucho más para los alemanes: germanizar a Carlomagno permitía situar en Alemania el centro del primer Renacimiento.

No obstante, ya hemos visto que la época de Carlomagno ‑caracterizada por la búsqueda de una edición auténtica de la Biblia y por la reforma de la escritura‑ sienta las bases de una civilización. Por una parte, nos encontramos la exégesis y, por otra, el arte de leer y escribir. La Edad Media sera la época del Libro y los libros. Esto suscita otra conmoción, cuyas consecuencias no han evaluado los historiadores hasta hoy: el estatus de la imagen cambia. Refleja el vínculo que se instaura, a partir de ese momento, con el Libro y los libros.

Es por todos conocida la grave crisis que desgarró por dos veces el Imperio bizantino: la iconoclasia, la destrucción de las imágenes, se convirtió en doctrina religiosa oficial entre 730 y 787, y más tarde, entre 815 y 843. No se trata, en absoluto, de una «querella» bizantina, especiosa y sofisticada, sino de una revolución cultural, seguida de una contrarrevolución, que en ocasiones adoptó el aspecto de una guerra civil y trajo aparejada la disidencia de regiones enteras.

Occidente, gracias a Carlomagno, sus allegados y sus prelados, se ahorra todo esto. Carlomagno no toma partido ni a favor ni en contra de la veneración de las imágenes. Se niega a entrar en el debate sobre el aniconismo, lo prohibido de la representación. Ensalza la teoría del ni‑ni, por recuperar una fórmula con gran predicamento: ni abolición de las imágenes ni veneración. Se apoya en una tradición que se remonta al papa Gregorio Magno (540‑604), cuya Carta al obispo Sereno dé Marsella justificaba el papel de las imágenes. Además, sus teólogos se confunden con respecto a la traducción de las actas del concilio al que, en 787, en Nicea, acudió la emperatriz Irene para justificar el culto a los iconos. Por lo tanto, de un modo parcialmente involuntario, se está perfilando una posición original. Sea como fuere, la imagen se encuentra desdramatizada, autorizada.

Al evitar la disputa, Carlomagno excluye todo altercado sobre la función litúrgica de las imágenes. Se piensa que éstas son intermediarios entre el hombre y Dios. No hay nada pagano, ni idólatra, en dar a Dios un rostro. Se trata de un acto de devoción, no de culto. Todo esto distingue a Occidente de Bizancio. Sin embargo, Occidente también se distingue de las religiones anicónicas ‑judaísmo, islamismo­ al presentar las imágenes como un instrumento de salvación. La imagen no es más que un instrumento, pero tampoco menos. A partir de entonces, el cristianismo «romano» se desmarca, a la vez, del judaísmo, del islamismo y del cristianismo «griego». Sitúa el debate en otro lugar. Aparte de algunas crisis aisladas, no habrá más controversia sobre las imágenes hasta la Reforma luterana. El arte occidental, que otorga una posición central al hombre, a la figura humana, nace de esa elección.

Finalmente, la adopción de las imágenes desempeña un gran papel en el desarrollo de un culto fundamental: el de la Virgen María. Ésta entra en la piedad de un modo inédito hasta entonces, ya que se la representa en la Pasión de Cristo, y la difusión del crucifijo favoreció a esa misma Pasión de Cristo en todos los estratos de la sociedad.

Esas imágenes acostumbran a los fieles a ver a Dios con forma humana, algo que se deriva, con toda lógica, del dogma de la encarnación, central en el cristianismo: Dios se hizo hombre y vivió entre nosotros.

Sin embargo, hay que entender bien que, en este caso, la imagen precede muchas veces a la reflexión teórica. La piedad se expresa, en primer lugar, por mediación de la imagen; después, a través del discurso. Picasso decía: yo no busco, encuentro. Igual sucede en este momento crucial. Se encuentra por mediación de la imagen. Los discursos teológicos buscan después. Muchas veces, las imágenes preceden a los desarrollos que proponen los clérigos. Haciendo ver los textos bíblicos, inducen y anticipan el comentario que se desplegará.

¿Es preciso recordar la importancia del famoso relato del Génesis donde el hombre se crea a imagen de Dios? Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nóstram, dice el texto latino de la Vulgata, que entonces es la referencia: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». La imagen representa, expresa, la piedad de los fieles. Les aporta la intuición de lo que acabará precisándose posteriormente gracias a los razonamientos,

Después del Renacimiento carolingio, nos encontramos con un segundo: el del siglo XII.

A decir verdad, una vez que se admitió el concepto de «renacimiento» algunos medievalistas vieron renacimientos por todas partes, de tan constante que es la aspiración al renacimiento, a la reforma, en la Edad Media. Sin embargo, para que la periodización siga resultando operativa ‑si no, periodizar no sirve para nada‑, se imponen unas elecciones, con el riesgo de esquematizar, como sucede siempre, unas evoluciones que, a menudo, son mucho más sutiles. No hace mucho que el gran medíevalista italoamericano Roberto Sabbatino López planteó la pregunta: «El siglo X, ¿otro Renacimiento más?» (The Tenth Century, still another Rennaissance?).

De hecho, para él se trataba de plantear la cuestión del «despegue» de Occidente en torno al año 1000, una cuestión que recientemente ha suscitado inútiles discusiones. No sucedió nada en el año 1000, sino que, como demostró Georges Duby, el período de 980‑1040 supone un período de efervescencia decisivo en el ámbito económico y social (desarrollo de la roturación, el caballero, los castillos, los pueblos y muy pronto del señorío), en el ámbito espiritual (movimiento de la paz de Dios, construcción de iglesias, el mito de Jerusalén preparando la cruzada). Por consiguiente, podemos atenernos a análisis como los que plantea el norteamericano Charles Homer Haskins en 1927 y que fueron objeto de muchas más investigaciones posteriores. Haskins introducía la idea de un segundo Renacimiento, en el siglo XII.

Este Renacimiento es mucho más importante, más profundo, que el Renacimiento carolingio. Afecta a la totalidad del saber: la filosofía y la teología. Confirma un retorno masivo a las obras de la Antigüedad latina ‑la Antigüedad griega aún permanecería mucho tiempo en el olvido, con la notable excepción de Aristóteles, que volvería a descubrirse, parcialmente, en el siglo XII‑ y el gran momento de su redescubrimiento, por mediación de los árabes, se sitúa en el siglo XIII, en traducciones latinas.

El cambio se inscribe materialmente en la vida social. Observamos en todas partes la eclosión de escuelas urbanas que, a diferencia de las antiguas escuelas monásticas, se imponen como escuelas laicas. También vemos construirse, de forma paralela a los conventos, corporaciones universitarias. Por descontado, cuando digo «laico» hay que entender la palabra en el sentido cristiano: los laicos son miembros de la Iglesia no dedicados al sacerdocio. ¡En aquellos tiempos a nadie se le pasa por la cabeza la idea de no pertenecer a la Iglesia!

En esta época también nace una literatura original, y diría más, la literatura en el sentido occidental del término. Además, la palabra literatura aparece en el siglo XII. En primer lugar, es una literatura poética; difunde la ideología cortesana, caballeresca; pero se está asentando un género inédito, que no se encuentra en la tradición grecorromana: la novela. Existen, por descontado, muchos grandes textos narrativos, surgidos de la tradición helenística, denominados posteriormente «novelas» (El asno de oro, de Apuleyo; Las etiópicas, de Heliodoro). Estas obras nada tienen que ver con la novela tal y como se difunde entonces: un texto de ficción que utiliza la lengua corriente, en contraposición al latín. El contenido es, la mayor parte de las veces, profano, «laico». Todos conocemos la posteridad de un Chrétien de Troyes (1135?‑1183?)... Los cantares de gesta, épicos, se habían construido en tomo a la imagen de Carlomagno, las novelas corteses lo hacen en torno a la imagen de un rey imaginario: Arturo.

1215: LETRÁN IV, EL CONCILIO CAPITAL

¿Qué debemos entender por «1aico»?

En la Edad Media, la palabra designa a los cristianos no ordenados ni consagrados por la Iglesia, en contraposición a los «clérigos». Este reparto de poderes recupera una dialéctica tan antigua como las enseñanzas de Jesús: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

Por una parte, la Iglesia; por otra, los poderes laicos, sobre todo el del Imperio Romano Germánico, heredero parcial de Carlomagno. Estos dos poderes son distintos, pero se enfrentan enérgicamente para asegurar la preeminencia de uno sobre el otro. Por eso la aspiración a la reforma de la Iglesia responde a una antigua exigencia: liberar a la Iglesia de su sumisión a lo temporal. Este movimiento adquiere una importancia excepcional con la reforma gregoriana, que simboliza Gregorio VII, papa entre 1073 y 1085. Esta reforma se lleva a cabo durante todo el siglo XII.

Gregorio, según la costumbre, pretende purificar a la Iglesia de sus compromisos con el dinero y librarla de sus diversas «impurezas»; preservarla, sobre todo, de la mancilla que suponen los líquidos impuros: el esperma y la sangre. Se impone definitivamente el celibato a los sacerdotes, que a menudo lo violaban, y se les prohíbe enérgicamente la actividad guerrera. Según Gregorio, este retorno al ideal debería liberar a la Iglesia de los poderes temporales, para que el papado ejerciera plenamente el poder espiritual, lo que, por supuesto, lleva aparejada una ambigüedad: cuando el papa insiste en la necesaria distinción entre Dios y el César, cuenta con elevar a la Iglesia por encima del César. De este modo, encarnaría el verdadero poder, subcontratando la gestión temporal al poder subordinado, menos eminente, de los laicos reducidos al papel de «brazo secular».

Las consecuencias sociales son importantes: todo el mundo está llamado a reformarse, laicos inclusive. Es cierto que estos últimos siguen siendo, con respecto al clero, cristianos de segunda fila. Estaban acostumbrados a ello. Lo consentían desde que la vida monástica impuso su prestigio, durante los siglos VII y VIII, estableciendo como valores últimos el retiro del mundo, el celibato, la castidad y la pobreza. La reforma gregoriana mantiene a los laicos un paso por detrás, pero les confiere una dignidad nueva. Se convierten en cristianos plenos, con unos deberes y responsabilidades crecientes, en tanto que interlocutores claramente definidos frente a los clérigos. Lo esencial para la civilización occidental fue que Europa escapó de la teocracia y permitió el establecimiento de una laicidad coexistente con la práctica religiosa.

Una serie de concilios «ecuménicos» ‑europeos, de hecho, ya que se ha perdido el contacto con las iglesias orientales‑ culminó en el cuarto Concilio de Letrán, conocido como Letrán IV (1215), el concilio capital. Celebrado en Roma, sede de un papado que se sitúa a la cabeza de Occidente, Letrán IV conmociona la vida cotidiana y espiritual de los laicos.

Los padres conciliares instauran la práctica anual de la confesión auricular para todos los cristianos mayores de 14 años. Asimismo, promueven el matrimonio ‑imponiendo el consentimiento mutuo‑ y la publicación de las amonestaciones; de manera que el matrimonio, infravalorado hasta entonces, se convierte en una institución verdaderamente cristiana, un ideal de vida. También condenan la herejía, la usura y a los judíos: El Concilio es representativo de un momento histórico en el que la Iglesia actúa como puntal del gran desarrollo de la cristiandad entre los siglos XI y XIII, pero también fomenta el movimiento de represión que desea, preservar la pureza de la Reforma (condena de los herejes, los judíos, los homosexuales, los leprosos). Permite la Inquisición.

Nunca se insistirá lo bastante en la revolución que provocó la confesión obligatoria auricular, esto es, una confesión pronunciada individualmente al oído del sacerdote y protegida por el secreto. Este hecho rompía con las confesiones públicas, que eran poco frecuentes, necesariamente espectaculares y que únicamente tenían que ver con actos públicos.

Ahora, se trata de entrar en uno mismo, de hacer examen de conciencia. Se abre un espacio interior, que será el de la psicología y, más tarde, el psicoanálisis. Un día, me encontré con Michel Foucault en la biblioteca parisina de los dominicos de Le Saulchoir y nos pusimos a conversar apasionadamente sobre Letrán IV. Incluso me atreví a dar una fórmula: «El psicoanálisis ha tumbado en horizontal a lo confesional; lo confesional se ha convertido en el diván».

Mi fórmula no era exacta, lo confieso, ya que lo confesional no aparece en forma de mueble hasta el siglo XVI. Hasta ese momento, uno se confesaba apartado, sentado junto al sacerdote, exactamente como se ve aún en las grandes manifestaciones públicas de la Iglesia actual: peregrinaciones, la Jornada Mundial de la Juventud, etc. No obstante, sigo sosteniendo la idea de una afirmación vertical: la confesión une lo alto y lo bajo, el más allá y el aquí. No se interesa tanto por los actos como por las intenciones que conducen al acto. Las consecuencias son considerables.

Por lo tanto, el Renacimiento de los siglos XV‑XVI, tal como lo definimos, sólo es el tercero...

Ha entendido bien que considero el «gran» Renacimiento uno de los renacimientos ‑medievales. Sucede lo mismo con esa reforma que fue la Reforma protestante. La gran cuestión es saber cuándo ese Renacimiento se convierte en otra cosa y cuándo termina, efectivamente, la Edad Media. Como decía, no hay que buscar un momento, ni una gran fecha, sino una serie de momentos; no hay un final de la Edad Media. Ya he expresado anteriormente mi opinión. Quisiera volver por un momento al siglo XVI, gran Renacimiento medieval.

Desde el punto de vista político, puede pensarse que la Edad Media finaliza durante las guerras de religión. Es cierto que el famoso principio cuius regio, eius religio (en el país de un rey, reina su religión) no hace más que refrendar una costumbre medieval. Un lugar, un señor, unas costumbres. En una época en que Roma, a pesar de sus pretensiones, queda muy lejos, el príncipe y los obispos fijan un determinado número de usos. Incluso diría que la separación del cristianismo en dos conjuntos (los reformados y los romanos) hiere al hombre medieval, pero no le sorprende: ya hubo dos o tres papas concomitantes, reinos excomulgados, guerras contra el papa, etc. Por lo tanto, no supone una auténtica ruptura desde este punto de vista, aun sabiendo que se trata de una separación definitiva.

En cambio, aparece una palabra: religión. Resulta totalmente ajena, a la Edad Media. Todo era religión. El término estaba restringido al significado de orden religiosa: «entrar en religión» significaba profesar votos monásticos. Por ejemplo, el gran economista norteamericano Karl Polanyi (1886‑1964) demostró que la economía de las sociedades «primitivas» no existió de manera independiente hasta la época moderna, sino que estaba «engastada en lo que llamamos religión» (véase el capítulo 3, pág. 84).

La acepción actual de la palabra se remonta al siglo XVI. Esta emergencia del concepto de religión, en sí misma, supone una verdadera ruptura, ya que invita a concebirse eventualmente fuera de la religión, considerada un fenómeno si no relativo, cuando menos susceptible de distanciamiento. Se puede «escoger».

En cambio, en tanto que «visión del mundo», la Edad Media persiste en los dos campos. No sale derrotada hasta el desarrollo del espíritu científico, a partir de Copérnico (1473‑1543) y hasta Newton (1642‑1727). Finalmente, si consideramos la tecnología y la vida social, la Edad Media dura hasta el siglo XVIII. A partir de ese momento, va cediendo su sitio progresivamente a la revolución industrial, cuando se acentúa la ruptura con la economía rural. La emergencia del concepto de mercado y la concienciación acerca de los fenómenos específicamente económicos anuncian un cambio radical. Hasta entonces, la economía respondía primero a cuestiones morales: ¿cómo pensar la riqueza y la pobreza? En el siglo XVIII, encuentra la autonomía. Se convierte en un instrumento, que quiere convertirse en causa y finalidad.

Queda un último problema: el de Italia. Tradicionalmente, desde Burckhardt ‑ya lo hemos visto‑, el Renacimiento casi se confunde con Italia. No me agrada este hecho. Es cierto que Italia es el lugar donde se realiza la excelencia de cada período medieval, pero también es el lugar que rompe constantemente con esta civilización, produciendo excepciones de considerable envergadura.

Excelencia en la Edad Media: la consecución del desarrollo urbano, el dinamismo del movimiento religioso, la eclosión de gigantes como Dante (1265‑1321) o Giotto (1266?‑1337)... Excepción en la Edad Media: la ausencia de monarquía, la ausencia de un verdadero arte gótico y, sobre todo, la división de los pueblos, la extraña estructura de las guerras intestinas. Tiene algo de anacrónico el estudiar una Italia medieval. Es una noción abstracta, fabricada a posteriori. Se trata de varias Italias, en plural.

Los mismos interrogantes se ciernen sobre el Renacimiento italiano. En la península, el siglo xv suele parecer atípico: citaré únicamente el caso de Maquiavelo (1469‑1527). El florentino es medieval en muchos aspectos; casi más que los italianos de su tiempo. En otros aspectos, pasa por encima de su época y se mueve ya en la cuestión política del «príncipe» y el absolutismo, tal y como se plantea en el siglo XVII.

Tras haber situado a Italia en el corazón de la Edad Media y, después, del Renacimiento, sería absurdo excluirla. únicamente me gustaría recordar lo difícil que resulta tomar como modelo el caso italiano y medir con este rasero la totalidad de Europa.

Resulta difícil dar por terminada la Edad Media, pero ¿cuándo empieza? Nos habíamos quedado en Rómulo Augústulo, Odoacro y el año 476...

Afortunadamente, se ha abandonado por completo la idea de un final brutal de la Antigüedad grecorromana. Se habla de Antigüedad tardía. Ese gran período, aún imperial, conduce a la Edad Media occidental, es bien cierto, pero también a las civilizaciones del Oriente bizantino y del islam, que tal vez deban dejar de calificarse como «medievales». Y es que no basta con una cronología (siglos VI‑XV) para hablar de «Edad Medía» en cuanto abandonamos Occidente. La Arabia medieval, la India medieval, el Japón medieval, no siempre son conceptos pertinentes. ¿Con respecto a qué periodización se puede hablar de «Edad Media» en el islam, en la India, en Japón? Hay una extensión abusiva de un punto de vista occidental. En cuanto a América: ¿quién estudiaría a los aztecas desde la perspectiva de la Edad Media? No obstante, la periodización occidental que ha producido la Edad Media se ha aceptado de forma bastante generalizada hasta el momento.

Hasta el fin de la Antigüedad tardía existe una cultura propia de todo el Mediterráneo. Encima se edificaron posteriormente ‑sin borrarlo todo‑ otras entidades geopolíticas. Algunas están vinculadas al continente europeo: nuestra Edad Medía, por ejemplo, que no tiene nada de universal. Otras se vinculan con Arabia o el Norte de África: es el caso de la conquista musulmana. Y otras más interactúan con Asia central: por ejemplo, los fenómenos turcos y mongoles, musulmanes, pero tan poco árabes. Lo mismo sucedió con Bizancio, cuyo testigo, no tardó en tomar Rusia.

En lo tocante a Europa, nos olvidaremos de Rómulo Augústulo. No resulta significativo. También nos guardaremos de la imagen ‑no menos ideológica‑ de las «grandes invasiones». Augusto y Tiberio ya rechazan a los «invasores»: indiscutiblemente, pertenecen a la Antigüedad. La Grecia antigua había combatido a los «bárbaros», término que inventó con el éxito que conocemos. Carlomagno también guerrea contra los «invasores» del sur o del norte. Sin embargo, se sitúa, a todas luces en la cultura medieval. En nuestro caso, el cambio se debe a la cristianización: se lleva a cabo lentamente, desde el interior. El Imperio se cristianiza; después, cristianiza a sus invasores, aunque desaparezca en la nueva configuración. Sin embargo, en el caso de Oriente Medio y Próximo, el cambio nace de la islamización, que, progresivamente, llega del exterior: de Arabia.

La Edad Medía occidental no está programada. Nace de una aculturación donde, poco a poco, se van mezclando las costumbres romanas y las «bárbaras». También nace de la confrontación con el islam. Efectivamente; en un principio nada predisponía al Imperio de Occidente ‑que englobaba el norte de África‑ a hacerse «europeo». Desde la conquista musulmana de España (siglo VIII) hasta la hegemonía otomana en los Balcanes (siglo XIV), Occidente no se concibe a sí mismo como entidad geopolítica. Sólo se estructura por su existencia frente a un mundo percibido como hostil.


Jacques Le Goff. En busca de la Edad Media. Paidós, 2003, Barcelona, pp. 52-60.

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