Jacques
Le Goff, En busca de la Edad Media (Fragmento)
La
Edad Medía se prolongaría durante más de un milenio. ¿Cómo
establecer una periodización en el interior de esos
mil años?
La
Edad Media fue dinámica, intensamente creadora. Pero no lo dice. Si
nuestras sociedades califican, gustosas, los menores cambios como
«históricos»
(un gol en el futbol,
una bajada de la Bolsa), la Edad Media evita por completo celebrar
las novedades. Al contrario, en la Iglesia ‑y entonces la
Iglesia abarcaba toda la vida intelectual‑, la palabra novitas,
novedad,
llena de temor y hostilidad a quien la escucha. Decir de un autor que
es nuevo
supone
condenarlo: igual que tacharle de herejía maligna. Los creadores,
numerosos en la Edad Media, rechazan esta sospecha. Afirman ser los
imitadores
de autoridades venerables. Según dicen, retoman ideas antiguas, les
quitan el polvo y las hacen renacer.
Santo
Tomás de Aquino, inmenso inventor de ideas, se habría escandalizado
al ver que lo elogiaban como un innovador. Según él, lo único que
hacía era volver a las fuentes. Nuevo, novus,
es apocalíptico, sólo unos cuantos osados, unos cuantos
provocadores, apelan a la novedad, entendida de manera positiva; por
ejemplo,
los primeros frailes
mendicantes,
dominicos y franciscanos, a principios del siglo XIII.
La
vida oficial de santo Domingo está repleta de novus,
novitas, etc.
Por consiguiente -siguiendo los ejemplos de Etienne Gilson y Erwin
Panofsky-, en esta época hay que periodizar identificando los
renacimientos.
El
primero de esos renacimientos es, a todas luces, el Renacimiento
carolingio
(finales del siglo VIII
y principios del siglo
IX). Enseguida
lo advirtieron historiadores
como Jean‑Jacques Ampére (1800‑1864),
hijo del famoso físico, en su Histoire
littéraire de la France sous Charlemagne (1839). Paralelamente,
los alemanes, en la misma época, empezaron a publicar los documentos
de forma metódica. A las dos orillas del Rin
se produjo tal vez la misma
exageración de esa época carolingia,
por razones nacionales: Carlomagno ¿es francés o alemán? La
pregunta no tiene ningún sentido para nosotros. En aquel momento, en
el siglo XIX, era
importante y, sin duda, mucho más para los alemanes: germanizar
a Carlomagno permitía situar en Alemania
el centro del primer Renacimiento.
No
obstante, ya hemos visto que la época de Carlomagno ‑caracterizada
por la búsqueda de una edición auténtica de la Biblia y por la
reforma de la escritura‑ sienta las bases de una civilización.
Por una parte, nos encontramos la exégesis y, por otra, el arte de
leer y escribir. La Edad Media
sera la época
del Libro y los libros.
Esto suscita otra conmoción, cuyas
consecuencias no han evaluado los historiadores hasta hoy: el estatus
de la imagen cambia. Refleja el vínculo que se instaura, a partir de
ese momento, con el Libro y los libros.
Es
por todos conocida la grave crisis que desgarró por dos veces el
Imperio bizantino: la iconoclasia,
la
destrucción de las imágenes, se convirtió en doctrina religiosa
oficial entre 730
y 787, y más tarde,
entre
815
y 843. No
se trata, en absoluto, de una «querella» bizantina, especiosa y
sofisticada,
sino de una revolución cultural, seguida de una contrarrevolución,
que en ocasiones adoptó el aspecto de una guerra civil y trajo
aparejada la disidencia de regiones enteras.
Occidente,
gracias a Carlomagno, sus allegados y sus prelados, se ahorra todo
esto. Carlomagno no toma partido ni a favor ni en contra de la
veneración de las imágenes. Se niega a entrar en el debate sobre el
aniconismo,
lo prohibido
de la representación. Ensalza la teoría del ni‑ni,
por
recuperar una fórmula con gran predicamento:
ni abolición de las imágenes ni veneración. Se apoya en una
tradición que se remonta al papa Gregorio Magno (540‑604),
cuya
Carta
al obispo Sereno dé Marsella justificaba
el papel de las imágenes. Además, sus teólogos se confunden con
respecto a la traducción de las actas del concilio
al que, en 787,
en
Nicea,
acudió la emperatriz Irene para justificar el culto a los iconos.
Por lo tanto, de un modo parcialmente involuntario, se está
perfilando
una posición original. Sea como fuere, la imagen se encuentra
desdramatizada, autorizada.
Al
evitar la disputa, Carlomagno excluye todo altercado sobre la función
litúrgica de las imágenes. Se piensa que éstas son intermediarios
entre el hombre y Dios. No hay nada pagano, ni idólatra, en dar a
Dios un rostro. Se trata de un acto de devoción, no de culto. Todo
esto distingue a Occidente de Bizancio.
Sin embargo, Occidente también se distingue de las religiones
anicónicas ‑judaísmo, islamismo al presentar las
imágenes como un instrumento de salvación. La imagen no es más que
un instrumento, pero tampoco menos. A partir de entonces, el
cristianismo «romano» se desmarca, a la vez, del judaísmo, del
islamismo y del cristianismo «griego». Sitúa el debate en otro
lugar. Aparte de algunas crisis aisladas, no habrá más controversia
sobre las imágenes hasta la Reforma luterana. El arte occidental,
que otorga una posición central al hombre, a la figura humana, nace
de esa elección.
Finalmente,
la adopción de las imágenes desempeña un gran papel en el
desarrollo de un culto fundamental: el de la Virgen María. Ésta
entra en la piedad de un modo inédito hasta entonces, ya que se la
representa en la Pasión de Cristo, y la difusión del crucifijo
favoreció a esa misma Pasión de Cristo en todos los estratos de la
sociedad.
Esas
imágenes acostumbran a los fieles a ver a Dios con forma humana,
algo que se deriva, con toda lógica, del dogma de la encarnación,
central en el cristianismo: Dios se hizo hombre y vivió entre
nosotros.
Sin
embargo, hay que entender bien que, en este caso, la imagen precede
muchas veces a la reflexión teórica. La piedad se expresa, en
primer lugar, por mediación de la imagen; después, a través del
discurso. Picasso decía: yo no busco, encuentro. Igual sucede en
este momento crucial. Se encuentra por mediación de la imagen. Los
discursos teológicos buscan después. Muchas veces, las imágenes
preceden a los desarrollos que proponen los clérigos. Haciendo ver
los textos bíblicos, inducen y anticipan el comentario que se
desplegará.
¿Es
preciso recordar la importancia del famoso relato del Génesis donde
el hombre se crea a
imagen de
Dios? Faciamus
hominem ad imaginem et similitudinem nóstram, dice
el texto latino de la Vulgata, que entonces es la referencia:
«Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». La imagen
representa, expresa, la piedad de los fieles. Les aporta la intuición
de lo que acabará precisándose
posteriormente gracias
a los razonamientos,
Después
del Renacimiento carolingio, nos encontramos con un segundo: el del
siglo XII.
A
decir verdad, una vez que se admitió el concepto de «renacimiento»
algunos medievalistas vieron renacimientos por todas partes, de tan
constante que es la aspiración al renacimiento, a la reforma, en la
Edad Media. Sin embargo, para que la periodización siga resultando
operativa ‑si no, periodizar no sirve para nada‑, se
imponen unas elecciones, con el riesgo de esquematizar, como sucede
siempre, unas evoluciones que, a menudo, son mucho más sutiles. No
hace mucho que el gran medíevalista italoamericano Roberto Sabbatino
López planteó
la pregunta: «El siglo X, ¿otro
Renacimiento más?» (The Tenth Century,
still another Rennaissance?).
De
hecho, para él se trataba de plantear la cuestión del «despegue»
de Occidente en torno al año 1000, una cuestión que recientemente
ha suscitado inútiles discusiones. No sucedió nada en el año 1000,
sino que, como demostró Georges Duby, el período de 980‑1040
supone un período de efervescencia
decisivo en el ámbito económico y social (desarrollo de la
roturación, el caballero, los castillos, los pueblos y muy pronto
del señorío), en el ámbito espiritual (movimiento de la paz de
Dios, construcción de iglesias, el mito de Jerusalén preparando la
cruzada). Por consiguiente, podemos atenernos a análisis como los
que plantea el norteamericano Charles Homer Haskins en 1927
y que fueron objeto de muchas más
investigaciones posteriores. Haskins introducía la idea de un
segundo Renacimiento, en el siglo XII.
Este
Renacimiento es mucho más importante, más profundo, que el
Renacimiento carolingio. Afecta a la totalidad del saber: la
filosofía y la teología. Confirma un retorno masivo a las obras de
la Antigüedad latina ‑la Antigüedad
griega aún permanecería mucho tiempo en el olvido, con la notable
excepción de Aristóteles, que volvería a descubrirse,
parcialmente, en el siglo XII‑
y
el gran momento de su redescubrimiento, por mediación de los árabes,
se sitúa en el siglo XIII,
en
traducciones latinas.
El
cambio se inscribe materialmente en la vida social. Observamos en
todas partes la eclosión de escuelas urbanas que, a diferencia de
las antiguas escuelas monásticas, se imponen como escuelas laicas.
También vemos construirse, de forma paralela a los conventos,
corporaciones universitarias. Por descontado, cuando digo «laico»
hay que entender la palabra en el sentido cristiano: los laicos son
miembros de la Iglesia no dedicados al sacerdocio. ¡En aquellos
tiempos a nadie se le pasa por la cabeza la idea de no pertenecer a
la Iglesia!
En
esta época también nace una literatura original, y diría más, la
literatura
en el sentido occidental del término. Además, la palabra literatura
aparece
en el siglo XII.
En
primer lugar, es una literatura poética; difunde la ideología
cortesana, caballeresca; pero se está asentando un género inédito,
que no se encuentra en la tradición grecorromana: la novela.
Existen, por descontado, muchos grandes textos narrativos, surgidos
de la tradición helenística, denominados posteriormente «novelas»
(El asno
de oro, de
Apuleyo; Las etiópicas,
de
Heliodoro). Estas obras nada tienen que ver con la novela
tal
y como se difunde entonces: un texto de ficción que utiliza la
lengua corriente, en contraposición al latín. El contenido es, la
mayor parte de las veces, profano, «laico». Todos conocemos la
posteridad de un Chrétien de Troyes (1135?‑1183?)...
Los
cantares de gesta, épicos, se habían construido en tomo a la imagen
de Carlomagno, las novelas corteses lo hacen en torno a la imagen de
un rey imaginario: Arturo.
1215:
LETRÁN IV, EL CONCILIO CAPITAL
¿Qué
debemos entender por «1aico»?
En
la Edad Media, la palabra designa a los cristianos no ordenados ni
consagrados por la Iglesia, en contraposición a los «clérigos».
Este reparto de poderes recupera una dialéctica tan antigua como las
enseñanzas de Jesús: «Dad al César lo que es del César y a Dios
lo que es de Dios».
Por
una parte, la Iglesia; por otra, los poderes laicos, sobre todo el
del Imperio Romano Germánico, heredero parcial de Carlomagno. Estos
dos poderes son distintos, pero se enfrentan enérgicamente para
asegurar la preeminencia de uno sobre el otro. Por eso la aspiración
a la reforma
de
la Iglesia responde a una antigua exigencia: liberar a la Iglesia de
su sumisión a lo temporal. Este movimiento adquiere una importancia
excepcional con la reforma
gregoriana, que
simboliza Gregorio VII, papa entre 1073
y 1085. Esta
reforma se lleva a cabo durante todo el siglo XII.
Gregorio,
según la costumbre, pretende purificar a la Iglesia de sus
compromisos con el dinero y librarla de sus diversas «impurezas»;
preservarla, sobre todo, de la mancilla que suponen los líquidos
impuros: el esperma y la sangre. Se impone definitivamente el
celibato a los sacerdotes, que a menudo lo violaban, y se les prohíbe
enérgicamente la actividad guerrera. Según Gregorio, este retorno
al ideal debería liberar a la Iglesia de los poderes temporales,
para que el papado ejerciera plenamente el poder espiritual, lo que,
por supuesto, lleva aparejada una ambigüedad: cuando el papa insiste
en la necesaria distinción entre Dios y el César, cuenta con elevar
a la Iglesia por encima del César. De este modo, encarnaría
el verdadero poder, subcontratando la gestión temporal al poder
subordinado, menos eminente, de los laicos reducidos al papel de
«brazo secular».
Las
consecuencias sociales son importantes: todo el mundo está llamado a
reformarse, laicos inclusive. Es cierto que estos últimos siguen
siendo, con respecto al clero, cristianos de segunda fila. Estaban
acostumbrados a ello. Lo consentían desde que la vida monástica
impuso
su prestigio, durante los siglos VII
y VIII, estableciendo
como valores últimos el retiro del mundo, el celibato, la castidad y
la pobreza. La reforma gregoriana mantiene a los laicos un paso por
detrás, pero les confiere una dignidad nueva. Se convierten en
cristianos plenos, con unos deberes y responsabilidades crecientes,
en tanto que interlocutores claramente definidos frente a los
clérigos. Lo esencial para la civilización occidental fue que
Europa escapó de la teocracia y permitió el establecimiento de una
laicidad
coexistente con la práctica religiosa.
Una
serie de concilios «ecuménicos» ‑europeos, de hecho, ya que
se ha perdido el contacto con las iglesias orientales‑ culminó
en el cuarto Concilio de Letrán, conocido como Letrán IV (1215),
el
concilio capital. Celebrado en Roma, sede de un papado que se sitúa
a la cabeza de Occidente, Letrán IV conmociona
la vida cotidiana y espiritual
de los laicos.
Los
padres conciliares instauran la práctica anual de la confesión
auricular para todos los cristianos mayores de 14 años. Asimismo,
promueven el matrimonio ‑imponiendo el consentimiento mutuo‑
y la publicación de las amonestaciones; de manera que el matrimonio,
infravalorado
hasta entonces, se convierte en una institución verdaderamente
cristiana, un ideal de vida. También condenan la herejía, la usura
y a los judíos: El Concilio es representativo de un momento
histórico en el que la Iglesia actúa como puntal del gran
desarrollo de la cristiandad entre los siglos XI
y XIII, pero
también fomenta el movimiento de represión que desea, preservar la
pureza de la Reforma (condena de los herejes, los judíos, los
homosexuales, los leprosos). Permite la Inquisición.
Nunca
se insistirá lo bastante en la revolución que provocó la confesión
obligatoria auricular,
esto
es, una confesión pronunciada individualmente al oído del sacerdote
y protegida por el secreto. Este hecho rompía con las confesiones
públicas, que eran poco frecuentes, necesariamente espectaculares y
que únicamente tenían que ver con actos públicos.
Ahora,
se trata de entrar en uno mismo, de hacer examen
de conciencia. Se
abre un espacio interior, que será el de la psicología y, más
tarde, el psicoanálisis. Un día, me encontré con Michel
Foucault en la biblioteca parisina de los dominicos de Le Saulchoir y
nos pusimos a conversar apasionadamente sobre Letrán IV. Incluso me
atreví a dar una fórmula: «El psicoanálisis ha tumbado en
horizontal a lo confesional; lo confesional se ha convertido en el
diván».
Mi
fórmula no era exacta, lo confieso,
ya que lo confesional no aparece en forma de mueble hasta el siglo
XVI. Hasta ese
momento, uno se confesaba apartado, sentado junto al sacerdote,
exactamente como se ve aún en las grandes manifestaciones públicas
de la Iglesia actual: peregrinaciones, la Jornada Mundial de la
Juventud, etc. No
obstante, sigo sosteniendo la idea de una afirmación vertical: la
confesión une lo alto y lo bajo, el más allá y el aquí. No se
interesa tanto por los actos como por las intenciones
que conducen al acto. Las consecuencias
son considerables.
Por
lo tanto, el Renacimiento de los siglos XV‑XVI, tal como lo
definimos, sólo es el tercero...
Ha
entendido bien que considero el «gran» Renacimiento uno de los
renacimientos ‑medievales. Sucede lo mismo con esa reforma que
fue la Reforma protestante. La gran cuestión es saber cuándo ese
Renacimiento se convierte en otra cosa y cuándo termina,
efectivamente, la Edad Media. Como decía, no hay que buscar un
momento, ni una gran fecha, sino una serie
de momentos; no hay un
final de la Edad Media. Ya he expresado
anteriormente mi opinión. Quisiera volver por un momento al siglo
XVI, gran
Renacimiento medieval.
Desde
el punto de vista político, puede pensarse que la Edad Media
finaliza durante las guerras de religión. Es cierto que el famoso
principio cuius
regio,
eius
religio (en
el país de un rey, reina su religión) no hace más que refrendar
una costumbre medieval. Un lugar, un señor, unas costumbres. En una
época en que Roma, a pesar de sus pretensiones, queda muy lejos, el
príncipe y los obispos fijan un determinado número de usos. Incluso
diría que la separación del cristianismo en dos conjuntos (los
reformados y los romanos) hiere al hombre medieval, pero no le
sorprende: ya hubo dos o tres papas concomitantes, reinos
excomulgados, guerras contra el papa, etc. Por lo tanto, no supone
una auténtica ruptura desde este punto de vista, aun sabiendo que se
trata de una separación definitiva.
En
cambio, aparece una palabra: religión.
Resulta totalmente ajena, a la Edad
Media. Todo era religión. El término estaba restringido al
significado de orden religiosa: «entrar en religión» significaba
profesar votos monásticos. Por ejemplo, el gran economista
norteamericano Karl Polanyi (1886‑1964)
demostró que la economía de las
sociedades «primitivas»
no existió de manera independiente hasta la época moderna, sino que
estaba «engastada en lo que llamamos religión» (véase el capítulo
3, pág. 84).
La
acepción actual de la palabra se remonta al siglo XVI.
Esta emergencia del concepto de religión,
en sí misma, supone una verdadera
ruptura, ya que invita a concebirse eventualmente fuera de la
religión, considerada un fenómeno si no relativo, cuando menos
susceptible de distanciamiento. Se puede «escoger».
En
cambio, en tanto que «visión del mundo», la Edad Media persiste en
los dos campos. No sale derrotada hasta el desarrollo del espíritu
científico, a partir de Copérnico (1473‑1543)
y hasta Newton (1642‑1727).
Finalmente, si consideramos la tecnología
y la vida social, la Edad Media dura hasta el siglo XVIII.
A partir de ese momento, va cediendo su
sitio progresivamente a la revolución industrial, cuando se acentúa
la ruptura con la economía rural. La emergencia del concepto de
mercado y la concienciación acerca de los fenómenos específicamente
económicos anuncian un cambio radical. Hasta entonces, la economía
respondía primero a cuestiones morales: ¿cómo pensar la riqueza y
la pobreza? En el siglo XVIII, encuentra
la autonomía. Se convierte en un instrumento, que quiere convertirse
en causa y finalidad.
Queda
un último problema: el de Italia. Tradicionalmente, desde Burckhardt
‑ya lo hemos visto‑, el Renacimiento casi se confunde con
Italia. No me agrada este hecho. Es cierto que Italia es el lugar
donde se realiza la excelencia de cada período medieval, pero
también es el lugar que rompe constantemente con esta civilización,
produciendo excepciones de considerable envergadura.
Excelencia
en la Edad Media: la consecución del desarrollo urbano, el dinamismo
del movimiento religioso, la eclosión de gigantes como Dante
(1265‑1321) o
Giotto (1266?‑1337)... Excepción
en la Edad Media: la ausencia de monarquía, la ausencia de un
verdadero arte gótico y, sobre todo, la división de los pueblos, la
extraña
estructura de las guerras intestinas. Tiene algo de anacrónico el
estudiar una Italia
medieval. Es una noción abstracta, fabricada
a posteriori. Se
trata de varias Italias,
en plural.
Los
mismos interrogantes
se ciernen sobre el Renacimiento italiano.
En la península, el siglo xv suele
parecer atípico: citaré únicamente el caso de Maquiavelo
(1469‑1527). El
florentino es
medieval en muchos aspectos; casi más que los italianos de su
tiempo. En otros aspectos, pasa por encima de su época y se mueve ya
en la cuestión política del «príncipe» y el absolutismo, tal y
como se plantea en el siglo XVII.
Tras
haber situado a Italia en el corazón de la Edad Media y, después,
del Renacimiento, sería absurdo excluirla. únicamente me gustaría
recordar lo difícil que resulta tomar como modelo el caso italiano y
medir con este rasero la totalidad de Europa.
Resulta
difícil dar por terminada la Edad Media, pero ¿cuándo empieza? Nos
habíamos quedado en Rómulo Augústulo, Odoacro y el año 476...
Afortunadamente,
se ha abandonado por completo la idea de un final brutal de la
Antigüedad grecorromana. Se habla de Antigüedad tardía.
Ese gran período, aún imperial,
conduce a la Edad Media occidental, es bien cierto, pero también a
las civilizaciones del Oriente bizantino y del islam, que tal vez
deban dejar de calificarse como «medievales». Y es que no basta con
una cronología (siglos VI‑XV) para
hablar de «Edad Medía» en cuanto abandonamos Occidente. La Arabia
medieval, la India medieval, el Japón medieval, no siempre son
conceptos pertinentes. ¿Con respecto a qué periodización se puede
hablar de «Edad Media» en el islam, en la India, en Japón? Hay una
extensión abusiva de un punto de vista occidental.
En cuanto a América: ¿quién estudiaría a los aztecas desde la
perspectiva de la Edad Media? No obstante, la periodización
occidental que ha producido la Edad Media se ha aceptado de forma
bastante generalizada hasta el momento.
Hasta
el fin de la Antigüedad tardía existe una cultura propia de todo el
Mediterráneo. Encima se edificaron posteriormente ‑sin
borrarlo todo‑ otras entidades geopolíticas. Algunas están
vinculadas al continente europeo: nuestra Edad Medía, por ejemplo,
que no tiene nada de universal. Otras se vinculan con Arabia o el
Norte de África: es el caso
de la conquista musulmana. Y otras más interactúan
con Asia central: por ejemplo, los fenómenos turcos y mongoles,
musulmanes, pero tan poco árabes. Lo mismo sucedió con Bizancio,
cuyo testigo, no
tardó en tomar Rusia.
En
lo tocante a Europa, nos olvidaremos de Rómulo Augústulo. No
resulta significativo. También nos guardaremos de la imagen ‑no
menos ideológica‑ de las «grandes invasiones». Augusto y
Tiberio ya rechazan a los «invasores»: indiscutiblemente,
pertenecen a la Antigüedad. La Grecia antigua había combatido a los
«bárbaros», término que inventó con el éxito que conocemos.
Carlomagno también guerrea contra los «invasores» del sur o del
norte. Sin embargo, se sitúa, a todas luces en la cultura medieval.
En nuestro caso, el cambio se debe a la cristianización: se lleva a
cabo lentamente, desde el interior. El Imperio se cristianiza;
después, cristianiza a sus invasores, aunque desaparezca en la nueva
configuración. Sin embargo, en el caso de Oriente Medio y Próximo,
el cambio nace de la islamización, que, progresivamente, llega del
exterior: de Arabia.
La
Edad Medía occidental no está programada. Nace de una aculturación
donde, poco a poco, se van mezclando las costumbres romanas y las
«bárbaras». También nace de la confrontación con el islam.
Efectivamente; en un principio nada predisponía al Imperio de
Occidente ‑que englobaba el norte de África‑ a hacerse
«europeo». Desde la conquista musulmana de España (siglo VIII)
hasta
la hegemonía otomana en los Balcanes (siglo XIV),
Occidente
no se concibe a sí mismo como entidad geopolítica. Sólo se
estructura por su existencia frente a un mundo percibido como hostil.
Jacques
Le Goff. En
busca de la Edad Media.
Paidós, 2003, Barcelona, pp. 52-60.
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