miércoles, 25 de octubre de 2017

El amor, una invención del siglo XII

Según una frase famosa de Charles Seignobos, «El amor es un descubrimiento del siglo XII». Esta afirmación paradógica puede matizarse. Evidentemente no se refiere al sentimiento espontáneo y natural, sino a una estilización de la pasión de origen literario. […] Desde esta perspectiva parece indudable la influencia de la literatura del periodo cortés, que ha elaborado en torno al amor todo un programa de gestos y sentires, una mística del amor, prototipo idealizado por muchos siglos. Los primeros grandes mitos del amor reciben en este momento histórico su figura clásica. El amor que se enfrenta a la sociedad en Tristán e Isolda, el amante adorador sumiso de la amada imposible en El caballero de la carreta, los conflictos entre el amor, el matrimonio y la aventura en Erec, Cligés, Ivain.

Ese refinamiento sentimental denominado en provenzal como fine amor y, de modo más general, como “amor cortés”, tuvo sus orígenes en la Francia meridional de los trovadores, primeros difusores y propagandistas de ese modo de comportarse con las damas que representa una revolución respecto de los hábitos de la época.
El cruce de esa nueva sensibilidad con la atmósfera misteriosa y trágica de algunas leyendas de la Antigüedad clásica o del mundo céltico ha sido decisivo para el romanticismo de la cortesía medieval.
Parece apropiado pensar en la corte de Inglaterra en tiempos de Leonor de Aquitania y en la de su hija María de Champaña como los lugares brillantes para tales encuentros de influencias. Precisamente en la corte de la condesa María, quien encargó a Chrétien su Lancelot, se compuso el famoso Tractatus De Amore, que recoge de una manera programática y teórica las normas del amor cortés.
Los rasgos más acusados de esta doctrina amorosa son cuatro: humildad (del amante), cortesía, adulterio y religión del amor.

  1. Humildad del amante.

Humildad debe ser una de las virtudes básicas del caballero ante la amada. Es a ella a quien ensalza, situándola en un plano superior, difícil de merecer; y el caballero se humilla ante la dama, le rinde vasallaje y suplica a cambio de su servicio, sus favores amorosos. Esta postura de sumisión se expresa en el lenguaje de la época: la amada es invocada como “señora”, domina o domna (en castellano “dueña”) o como “señor feudal”, midons a quien se rinde vasallaje. Es a lo que se ha llamado “feudalización del amor” (el amor que el fiel vasallo debía sentir hacia su señor feudal es trasladado en una ágil metáfora a la amada).

  1. Cortesía.

La cortesía es ese refinamiento de maneras cortesanas que la buena sociedad impone y que se expone de manera especial en el galanteo. En la novelística, ese ideal del caballero cortés aparece en Geoffrey de Monmouth y en la segunda redacción del Roman d’ Alexandre; en la “triada Clásica” se perfila claramente, y resalta en las novelas de Chrétien de Troyes. La corte del rey Arturo será el espejo de toda cortesía, donde los paladines rivalizan con el modelo de tales virtudes propuesto en la figura de Gauvain, el perfecto gentleman, al mismo tiempo que se propone un ejemplo de caballero descortés en la del senescal Keu, que acaba siempre recibiendo una dolorosa lección.
En el galanteo el papel activo corresponde al caballero, quien debe servir a la dama, que atiende como desde un estrado a sus proezas. Ella tiene la última palabra, y se permite fingir desdenes y aprestar obstáculos para probar a su galán. Los largos regateos amorosos son para ella lo más sabroso de esa relación. La demora en conceder sus favores da pie a las quejas líricas y a la nostalgia melódica de los trovadores. La belle dame sans merci sabe prolongar ese juego cortesano. En el largo asedio galante se purifica y se sublima el deseo sexual. Por encima de esa sensualidad se elabora una psicología cada vez más sutil y espiritual. Esta cortesía supone un amable impulso civilizador en medio de la brutalidad de los tiempos que reflejan los cantares de gesta y los relatos históricos.

  1. El adulterio.

En cuanto al adulterio, otro de los rasgos típicos de ese amor refinado, recordemos la observación de C. S. Lewis: “cualquier idealización del amor sexual, en una sociedad donde el matrimonio es puramente utilitario, tiene que comenzar por ser una idealización del adulterio”.
En la práctica real de la sociedad feudal el matrimonio no tenía nada que ver con el amor, sobre todo en las capas superiores de la sociedad medieval los matrimonios eran dictados por las conveniencias sociales y dispuestos por las familias, sin gran intervención de los contrayentes. Una rica heredera era pretendida por otros señores influyentes, que ambicionaban aumentar con su dote sus dominios territoriales. Las diferencias de edad entre los contrayentes no les importaban demasiado; y los jóvenes sin grandes recursos no tenían nada que hacer frente a los viejos señores con buenas rentas para alcanzar la mano de una joven casadera de buena familia. Tanto los viudos como las viudas volvían pronto a contraer matrimonio si con ello tenían la oportunidad de agregar nuevas tierras a sus dominios. La política matrimonial de la Edad Media era de un pragmatismo despiadado.
La exaltación lírica del adulterio podía considerarse como una expansión sentimental, permitida al margen de la práctica matrimonial (que guardaba más relación con la hacienda y la posesión física de los esposos que con la faceta sentimental). Esta apertura cortés al adulterio (por lo menos espiritual) que violentamente choca con la práctica de la época, en que la mujer estaba sometida a los varones de la familia, pero también con las normas de la moral cristiana, representa un mayor margen de libertad personal para la mujer, sometida a ese duro servilismo matrimonial. La concepción cortés del amor, que implica la afirmación de la legitimidad del adulterio espiritual, reivindica para la mujer una, aunque limitada, libertad; en cuanto enérgicamente rechaza y condena la condición social que ponía a la mujer en la imposibilidad de elegir y en la necesidad de dejarse, pasivamente, escoger. La concepción cortés afirma que la institución social del matrimonio respecta sólo la vida, diremos, física; mientras que la vida espiritual está regulada por la ley de la fine amor, para la cual no sólo es libre, sino además, “soberana” la mujer; para la que no es escogida, sino que ella elige, restituye a la mujer, en el orden espiritual, plena autonomía de determinación y de deliberación1.
En el tratado sobre el amor que escribió el capellán Andreas en la corte de Champaña (De Arte Honeste Amandi principios del siglo XIII), la posibilidad de un amor existente entre los esposos es categóricamente rechazada. Las razones de ello son que: los amantes se conceden cualquier cosa recíproca y gratuitamente, sin ninguna obligación, mientras que los esposos están obligados por el deber a cumplir todos los deseos de uno a otro. Esta obligación mutua impide la relación libre que caracteriza al amor noble. La obediencia de la esposa hacia su marido contrasta con la posición dominante de la dama en el amor cortés. El amor conyugal carece de mérito, mientras que el amor cortés supone los riesgos de lo esforzado y lo furtivo. Se admite la existencia entre los esposos de una posible maritalis affectio distinta del amor. Pero sería abusar del sacramento matrimonial el pretender convertirse en un vehemens amator de la propia mujer. Quien cometiera tal impropiedad sería simplemente un adúltero in propria uxore adulter (con su propia esposa).
Se puede agregar que la rutina matrimonial es algo opuesto a la exaltación sentimental del amor cortés en busca de una recompensa difícil o imposible. Esta dificultad de la recompensa física hace que la pasión de los amantes se purifique y cobre tonos agudamente espirituales. Es el amor que sabe apreciar los pequeños gestos, que aguarda las mínimas señales y favores de la amada, en espera de la última e íntima unión, que tal vez no llegará nunca (la tensión potencia el sentimiento amoroso, la recompensa fácil puede apagarlo).
Por otra parte, los señores feudales que aprobaron ese galanteo con sus esposas no habrían dado con tanta facilidad su beneplácito a esos cortejos de los trovadores, de suponer que después de la teoría las relaciones podrían concluir en una práctica real del adulterio. Una anécdota de la época cuenta como un celoso señor feudal hace asesinar al trovador amante de su esposa y, después de arrancarle el corazón, obliga a su mujer a comérselo. Los tratos de los nobles a sus esposas eran con frecuencia de una notable brutalidad. Todo ese galanteo cortesano adquiere una coloración más viva en contraste con las costumbres reales de los matrimonios de la nobleza de la época: mujeres repudiadas, abandonadas, que se retiran a un convento para el resto de sus días, encarceladas en un apartado castillo, o que pasan de un esposo a otro, según el capricho o la política de los grandes. Por ello durante su época de esplendor resulta una amable compensación para las damas sentirse rodeadas de un círculo de cortesanos y poetas, halagadores, que le dedican un afecto fiel de vasallos sumisos y la rodean de atenciones y en su forma más exagerada le tributan una adoración que roza el énfasis religioso como en el Lancelot o el Tristán e Isolda de Gottfried de Estrasburgo.

  1. Religión del amor.

Como toda estilización artística, la lírica trovadoresca tiende a una progresiva exageración de sus caracteres distintivos; avanza de un lado hacia la abstracción alegórica, y de otro hacia el misticismo. La insistencia en el aspecto subjetivo de la pasión (propia de toda la lírica) adquiere mayor fuerza emotiva con el distanciamiento del objeto amoroso o con la renuncia a una realización de las ansias amorosas (como en Dante y los poetas del dolce stil nuovo). Al constatar la omnipotencia del amor, los poetas le aplican caracteres divinos; lo consideran como un dios o bien una fuerza instintiva de la naturaleza. También se diviniza y se adora en un culto sacrílego a la amada. La explicación de esto es quizá el culto y la lírica mariana, que alcanza su mayor incremento en los siglos XII y XIII, y que referirá a la persona de María epítetos y fórmulas de ensalzamiento que tienen paralelo en estas invocaciones profanas a una amada imposible.

Es difícil precisar los orígenes de esta concepción del amor, tan extraña a la práctica real de la sociedad de la época. Sobre estos orígenes se ha escrito mucho. La teoría que suponía una influencia latente de la herejía de los cátaros albigenses, tan ferozmente reprimida en la época, es muy atractiva, pero no parece resistir un análisis detallado. Otra teoría supone la influencia árabe (con influjos líricos precisos que llegaron desde España al sur de Francia). Otra resalta los influjos de la lírica latina amorosa, clásica y tardía; especialmente la erótica ovidiana. Probablemente la más cómoda solución sea la de un cierto eclecticismo. Al extenderse por Europa esta poesía sufre modificaciones y se aleja de su núcleo originario, el sur de Francia. Así, el amor cortés del norte de Francia es bastante diferente del occitano, muestra de esto es la obra de Chrétien de Troyes, defensor del ideal de un matrimonio en el que el caballero puede combinar el amor con la aventura y ser a la vez esposo y amante perfecto (como en Erec y Enide).



Fuente: García Gual, Carlos, Primeras Novelas Europeas, Madrid, 1974, Editorial Istmo, pp. 73-84. Biblioteca Samuel Ramos de la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Clasificación: PN678/G36

1 A. Viscardi. Citado en p 77.

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