El pueblo griego hunde sus raíces en la estirpe indoeuropea que, tras las sucesivas migraciones desde su sede primitiva, en la zona centro-septentrional del continente eurasiático, descendió a la península Balcánica hacia mediados del tercer milenio a.C., donde se fundió con las poblaciones indígenas. Rubios y de estatura alta, al igual que son rubios y de aspecto imponente algunos héroes de Homero, los conquistadores indoeuropeos, convertidos en señores del país ocupado, impusieron su propia lengua y su organización social, basada en la familia de tipo patriarcal; practicaban el pastoreo y una agricultura muy primitiva, creían en la existencia de numerosas divinidades y, en particular, de un dios supremo y luminoso.
Por el contrario, fue inmune a las infiltraciones extranjeras el antiguo pueblo cretense, que entre el año 3000 y el 1500 a.C. se ganó la primacía marítima y comercial en el Egeo, y estableció estrechas relaciones, incluso culturales, con Egipto, Siria y Asia Menor. Pero a partir del siglo XIV a.C. la Argólida pasó a ser el centro de gravedad del mundo egeo. Allí, los aqueos, la última estirpe indoeuropea llegada a Grecia, habían aprendido de los cretenses el arte de la metalurgia, además de la práctica de la navegación y del comercio, y difundieron su floreciente civilización, denominada micénica, desde el Peloponeso hasta la misma isla de Creta y hasta Tracia. En esta última fundaron emporios y colonias, y destruyeron poderosas ciudades rivales como Troya, cuyos episodios se narran en los poemas homéricos.
La organización monárquica que caracteriza el estado micénico desaparece totalmente en Grecia a partir del siglo VIII a.C., cuando el poder pasa a manos de la aristocracia, que a la sazón establece su sede en las ciudades y favorece su desarrollo. Así surge la ciudad-estado, la polis, centro político, económico y militar que caracteriza toda la historia griega. Los cambios políticos van acompañados de profundas transformaciones económicas: con la consolidación del latifundio se acentúan las diferencias entre grandes y pequeños terratenientes. Los que no tienen tierras trabajan a sueldo en los campos y ejercen trabajos manuales despreciados por la nobleza, o se hacen comerciantes y se dan a la navegación. En este clima, maduran nuevos impulsos orientados a la emigración y a la colonización, dirigidos no sólo a Oriente: al norte del Egeo y a las costas del actual mar Negro, sino también a Occidente: a las costas del sur de Italia y de Sicilia. Pronto la expansión colonial, al favorecer el desarrollo de la industria y el comercio, permitió a los elementos más hábiles e inteligentes del demo (el conjunto de ciudadanos excluidos del gobierno por no ser nobles, pero que están dotados de medios económicos e intelectuales) explotar las nuevas fuentes de riqueza. Los siglos VII y VI a.C. están muy marcados por largas luchas entre demo y nobleza, resueltas a menudo gracias a la intervención de árbitros, generalmente extranjeros, o de legisladores que garantizan la igualdad de los ciudadanos en el seno de la polis mediante la promulgación de leyes escritas, e incluso la subida al poder de jefes absolutos (tiranos).
En Atenas la codificación atribuida a Dracón (621 a.C.) ‒pero cuya historicidad es incierta– sustrae al arbitrio de los magistrados nobles la interpretación y la aplicación de las normas consuetudinarias vigentes. Pero como las condiciones económicas y sociales del pueblo ateniense seguían siendo críticas, se confió a Solón, hombre probo y culto que había sido elegido en 594 a.C., la tarea de reordenar la Constitución, que con su reforma adquirió un carácter censitario, es decir, que reconocía la plenitud de los derechos políticos a todo poseedor de un censo, capitalizado en especie, suficiente para procurarse una armadura completa. Concluido su mandato, Solón se retiró de la vida pública, dejando al Estado sin un poder central. Pisístrato, jefe del partido de los diacrios o habitantes de las zonas montañosas del interior, se aprovechó de la situación; derrotó a los ejércitos de los ricos propietarios de las llanuras y de los habitantes de las costas, se apoderó de la ciudad y la gobernó con poder tiránico de 545 a 528 a.C. Durante su mandato, Atenas progresó desde el punto de vista económico, y el nivel de vida medio de los ciudadanos mejoró notablemente. Por tanto, cuando, a su muerte, su hijo Hipias siguió ejerciendo el poder, el pueblo lo acogió de buen grado. Pero el nuevo tirano habría de hacer frente a difíciles cuestiones tanto de política exterior como interior.
En los confines del Ática se había consolidado, bajo la guía de Tebas, la hostil Liga de las ciudades beocias, al tiempo que otra Liga, la del Peloponeso, capitaneada por Esparta, recogía cada vez mayor número de adhesiones. Además, tras el asesinato de su hermano Hiparco –aunque se cree que fue perpetrado por dos nobles, Armodio y Aristogitón (los tiranicidas), por razones exclusivamente personales– el gobierno de Hipias adquirió tintes más oscuros hasta la reacción de los ciudadanos que, ayudados incluso por los espartanos, expulsaron al tirano y a toda su familia (510 a.C.).
La Constitución en que se basaba el Estado espartano, atribuida tradicionalmente a Licurgo (que vivió en el siglo IX a.C.), pero que era en realidad fruto de sucesivas reelaboraciones desde el siglo IX al VII a.C., sancionaba el control total de la vida pública por parte de los ciudadanos de pleno derecho, descendientes de los antiguos aqueo-dórícos que desde el siglo XV al XIV a.C. habían conquistado el Peloponeso sometiendo a la población indígena. Los órganos fundamentales de gobierno eran, además de los dos reyes con funciones sacerdotales y jurídicas, los éforos, cuya competencia era la jurisdicción civil y penal, el consejo de los ancianos, con la tarea de redactar las leyes a someter al juicio de la asamblea del pueblo. En el siglo VI a.C. los espartanos ya habían extendido sus dominios a casi todo el Peloponeso, vinculando a las distintas ciudades con un pacto federal que garantizaba su autonomía a la vez que establecía, en caso de guerra, el mando de Esparta. Probablemente el rey de Esparta Cleomenes, gracias a cuya intervención Atenas había sido liberada del poder tiránico, aspiraba a establecer en ella un gobierno oligárquico, pero ésa no era la intención de Clístenes, el jefe de la oposición a los pisistrátidas, quien puso en marcha la reforma de la constitución. Con objeto de fragmentar el poder nobiliario, creó una nueva división del pueblo basada no en el nacimiento, sino en criterios de carácter territorial, a los que estaba conectada la composición de todos los órganos de la vida política y militar. El centro de su reforma fue la Bula de los Quinientos (507 a.C.): subdividida la ciudadanía en 10 tribus, se elegía de cada una de ellas a 50 representantes menores de treinta años; cada 36 días los representantes de las distintas tribus asumían por rotación la tarea de presidir la asamblea.
El ateniense se convirtió en el modelo de régimen antitiránico y popular para las ciudades jónicas que, sujetas al imperio persa en 546 a.C., expresaban a la sazón su deseo de una relativa autonomía política y económica. Aristágoras, tirano de Mileto, dio el visto bueno a la revuelta. Los jonios, abolidas las tiranías, garantía de fidelidad hacia Darío el Grande, y tras recibir de Atenas cinco naves y veinte de Eubea, asaltaron e incendiaron algunos barrios periféricos de Sardi, ciudad a cuyo mando se hallaba el sátrapa persa Artafernes. A estos hechos siguió la contraofensiva de los persas: muerto Aristágoras en 497 a.C. y atacada y vencida Mileto (494 a.C.), todas las ciudades griegas de Jonia fueron obligadas a rendirse y a renovar el pacto de sumisión al rey. Con una expedición capitaneada por Mardonio, Darío logró de nuevo el sometimiento de Tracia y Macedonia. En 490 a.C., la expedición de castigo contra Atenas y Eretria se confió a un prestigioso general, Dati, y a Artafernes, hermano del rey. Como consecuencia, se sometieron las Cícladas, y la ciudad de Eubea fue tomada y saqueada. Pero en el Ática, en la llanura de Maratón, en agosto del mismo año, entre 6.000 y 7.000 hoplitas (infantes atenienses) mandados por Calímaco y diez estrategas, entre ellos Milcíades, derrotaron al poderoso ejército persa.
Tras la batalla de Maratón, surgió en Atenas un nuevo personaje político, Temístocles, que puso en marcha la construcción de una flota de, al menos, 100 trirremes, capaces de hacer frente a una posible nueva expedición persa y de responder a las ofensivas de Egina, que había humillado a Atenas unos años antes (488-487 a.C.). Por ello, cuando en 482 a.C. se descubrieron nuevos filones de plata en Laurio, Temístocles propuso destinar la nueva riqueza a dicho objetivo. Arístides, contrario a la propuesta, fue víctima del ostracismo (destierro político), institución que, introducida por Clístenes con objeto de salvaguardar al Estado de la vuelta de la tiranía, se utilizaba a la sazón para eliminar a los adversarios políticos.
Muerto Darío en 486 a.C., competía a su sucesor, Jerjes, llevar a cabo el plan de la nueva expedición punitiva contra Grecia. En 480 a.C. el ejército persa, tras atravesar el Helesponto sobre dos puentes de barcos, alcanzó Tesalia, mientras la flota le seguía por mar. Mientras tanto, a invitación de atenienses y espartanos, todos los estados griegos decididos a resistir a los persas se reunieron en el santuario de Poseidón, en el istmo. Así se proclamó la paz general entre los griegos y se discutió el plan de defensa: la flota ateniense, concentrada en el cabo Artemision, consiguió bloquear a la persa, pero los 4.000 hombres, entre ellos 300 espartanos, que debían defender el paso de las Termópilas bajo el mando del rey Leónidas, sucumbieron frente a la superioridad numérica del enemigo. En pocas semanas, el ejército persa, atravesada Beocia, devastó el Ática e incendió Atenas, que había sido evacuada con anterioridad. Sin embargo, la campaña militar de 480 a.C. concluyó con una gran victoria griega, y, sobre todo, ateniense: Temístocles desplegó la armada naval en el estrecho brazo de mar que separa la isla de Salamina y la costa del Ática y obligó a retirarse a la flota enemiga. En la primavera de 479 a.C., el ejército persa capitaneado por Mardonio fue derrotado en Platea por las tropas aliadas; las mandaba el espartano Pausanias, tutor del joven rey Plistarco, sucesor de Leónidas. Por fin, con Ia victoria de la flota en las cercanías del promontorio de Mical (479 a.C.) a la que siguió la toma de Sesto (478 a.C.) se considera cerrada la época de las guerras persas.
En el período denominado pentecontaetia (los cincuenta años aproximadamente comprendidos entre 478 y 431 a.C.) se registró el crecimiento del poder de Atenas. La ciudad, dotada de nuevas murallas y de un puerto fortificado, el Pireo, se hallaba en el centro de una nueva confederación de ciudades jónicas, de las Cícladas occidentales y de Eubea. El objetivo declarado de la Liga delio-ática era la continuación de la defensa frente a los persas, a la que todos los aliados contribuyeron materialmente con el pago de un tributo en dinero (phoros) o con naves. El lugar asignado para las asambleas federales y para la custodia del tesoro común fue el santuario de Apolo en Delos.
Temístocles en Atenas y Pausanias en Esparta, convencidos de la inevitabilidad de un conflicto entre las dos ciudades más grandes de Grecia, intentaban cada uno por su lado atraerse el favor de Persia. Pero los partidos conservadores y antipersas de las dos ciudades se pusieron de acuerdo para eliminarlos.
Pausanias, que se había establecido como soberano en Bizancio en 478 a. C., fue obligado por el ateniense Cimón a volver a Esparta (472 a.C.). Acusado de traición y connivencia con el rey de Persia, fue condenado a muerte y emparedado vivo en el templo de Atenea (468 a.C.). El propio Temístocles, reducido al ostracismo, se refugió en Argos, desde donde siguió azuzando a los demócratas del Peloponeso contra Esparta. Después, tras ser acusado de traición, fue obligado a refugiarse en Magnesia del Meandro, junto al rey de Persia, donde estuvo hasta su muerte en 461 a.C.
En este período llegó a Atenas Cimón, hijo de Milcíades, que dirigió las primeras operaciones de la Liga naval; protagonista de la doble batalla librada por tierra y por mar cerca de Eurimedonte contra los persas (469 a.C.), terminó en 461 a.C. su brillante carrera reducido también al ostracismo. Había cometido el grave error de comprometer militarmente a Atenas en dos frentes, al lado de los espartanos para sofocar la revuelta de los mesenios, y al lado de Inaro, príncipe egipcio que capitaneó una revuelta de los egipcios contra los persas.
A la sazón, el ya popular Pericles, salido de las filas del partido democrático, fue elegido durante una treintena de años consecutivos, a partir de 460 a.C., presidente del Consejo de estrategas, que en la época era el órgano esencial del poder ejecutivo del Estado. A él se debe la introducción de la inviolabilidad de los jueces populares y de la mistoforia, la remuneración de los oficios públicos, lo que benefició a los menos pudientes. Y por voluntad suya se inició en aquellos años la fase más agresiva del expansionismo ateniense: frente a Persia, frente a algunas ciudades griegas e incluso frente a la propia Esparta. Y cuando ya parecía inevitable el conflicto con los peloponenses, Pericles firmó un tratado de paz con Persia (la denominada paz de Calia, por el jefe de la misión ateniense en Susa), que duró treinta años (desde 449 a.C.). Durante su gobierno, la Liga delio-ática se transformó en imperio: dejó de respetarse el principio de adhesión voluntaria de las ciudades y el tesoro federal se trasladó a la acrópolis, donde quedó a la total disposición de los atenienses. Continuaron las escaramuzas con Esparta sin llegar a ningún resultado, pero alimentando la oposición a Pericles, afectado por una serie de procesos iniciados contra sus familiares y amigos. Murió en 429 a.C., dos años después del inicio de la guerra del Peloponeso, víctima de la peste que devastó Atenas en otoño de aquel año.
La primera fase del conflicto concluyó en 421 a.C. con una paz, negociada por el ateniense Nicias, que sancionaba el statu quo anterior. En la segunda fase la guerra se desplazó a Occidente, con la infortunada expedición ateniense a Sicilia, en contra de Siracusa, bajo la dirección de Nicias, Lamacos y Alcibíades (415-413 a.C.). Los atenienses resistieron aún varios años e incluso lograron derrotar a los espartanos en las islas Arginusas (406 a.C.). Pero dos años más tarde, la flota espartana conducida por Lisandro, al regreso de una decisiva victoria sobre el enemigo en la desembocadura del Egospótamos, entró en el Pireo y sometió a la ciudad, a la que impuso el gobierno conocido como el de los treinta tiranos, entre los que estaba el violento y ambicioso Critias (404 a.C.). Al año siguiente, los expatriados de Atenas, conducidos por Trasíbulo, volvieron a entrar en la ciudad, y expulsaron a los treinta oligarcas, matando a su jefe Critias. Se restableció la antigua Constitución popular de Clístenes y se pactó una amnistía con Esparta. iniciada una nueva guerra con Persia, los espartanos, bajo el mando de Agesilao, lograron entrar en Asia Menor y derrotar al sátrapa Tisafernes bajo las murallas de Sardi (395 a.C.); pero en 387 a.C. se vieron obligados a firmar una nueva paz con el enemigo oriental (paz de Antálcidas, del nombre del negociador espartano) para dirigir sus fuerzas contra las ciudades de Grecia que, deseosas de independencia, se habían rebelado contra su hegemonía. La paz que impidió la unión política entre los estados helénicos, también comportó la disolución de la Liga de los beocios, con cabeza en Tebas. Reconstituida en 371 a.C. por obra de dos generales, Pelópidas y Epaminondas, la Liga logró derrotar a los espartanos en la batalla de Leutra, que dio la supremacía a Esparta frente a Tebas. Pero muy pronto la nueva potencia había de mostrar también su precariedad: a la muerte de Pelópidas en Tesalia (364 a.C.), y de Epaminondas en la batalla de Mantinea (362 a.C.), siguió una paz general en Grecia que, debilitada por largos años de guerra, no sabría resistir a la ingerencia de la monarquía macedonia.
Por el contrario, fue inmune a las infiltraciones extranjeras el antiguo pueblo cretense, que entre el año 3000 y el 1500 a.C. se ganó la primacía marítima y comercial en el Egeo, y estableció estrechas relaciones, incluso culturales, con Egipto, Siria y Asia Menor. Pero a partir del siglo XIV a.C. la Argólida pasó a ser el centro de gravedad del mundo egeo. Allí, los aqueos, la última estirpe indoeuropea llegada a Grecia, habían aprendido de los cretenses el arte de la metalurgia, además de la práctica de la navegación y del comercio, y difundieron su floreciente civilización, denominada micénica, desde el Peloponeso hasta la misma isla de Creta y hasta Tracia. En esta última fundaron emporios y colonias, y destruyeron poderosas ciudades rivales como Troya, cuyos episodios se narran en los poemas homéricos.
La organización monárquica que caracteriza el estado micénico desaparece totalmente en Grecia a partir del siglo VIII a.C., cuando el poder pasa a manos de la aristocracia, que a la sazón establece su sede en las ciudades y favorece su desarrollo. Así surge la ciudad-estado, la polis, centro político, económico y militar que caracteriza toda la historia griega. Los cambios políticos van acompañados de profundas transformaciones económicas: con la consolidación del latifundio se acentúan las diferencias entre grandes y pequeños terratenientes. Los que no tienen tierras trabajan a sueldo en los campos y ejercen trabajos manuales despreciados por la nobleza, o se hacen comerciantes y se dan a la navegación. En este clima, maduran nuevos impulsos orientados a la emigración y a la colonización, dirigidos no sólo a Oriente: al norte del Egeo y a las costas del actual mar Negro, sino también a Occidente: a las costas del sur de Italia y de Sicilia. Pronto la expansión colonial, al favorecer el desarrollo de la industria y el comercio, permitió a los elementos más hábiles e inteligentes del demo (el conjunto de ciudadanos excluidos del gobierno por no ser nobles, pero que están dotados de medios económicos e intelectuales) explotar las nuevas fuentes de riqueza. Los siglos VII y VI a.C. están muy marcados por largas luchas entre demo y nobleza, resueltas a menudo gracias a la intervención de árbitros, generalmente extranjeros, o de legisladores que garantizan la igualdad de los ciudadanos en el seno de la polis mediante la promulgación de leyes escritas, e incluso la subida al poder de jefes absolutos (tiranos).
En Atenas la codificación atribuida a Dracón (621 a.C.) ‒pero cuya historicidad es incierta– sustrae al arbitrio de los magistrados nobles la interpretación y la aplicación de las normas consuetudinarias vigentes. Pero como las condiciones económicas y sociales del pueblo ateniense seguían siendo críticas, se confió a Solón, hombre probo y culto que había sido elegido en 594 a.C., la tarea de reordenar la Constitución, que con su reforma adquirió un carácter censitario, es decir, que reconocía la plenitud de los derechos políticos a todo poseedor de un censo, capitalizado en especie, suficiente para procurarse una armadura completa. Concluido su mandato, Solón se retiró de la vida pública, dejando al Estado sin un poder central. Pisístrato, jefe del partido de los diacrios o habitantes de las zonas montañosas del interior, se aprovechó de la situación; derrotó a los ejércitos de los ricos propietarios de las llanuras y de los habitantes de las costas, se apoderó de la ciudad y la gobernó con poder tiránico de 545 a 528 a.C. Durante su mandato, Atenas progresó desde el punto de vista económico, y el nivel de vida medio de los ciudadanos mejoró notablemente. Por tanto, cuando, a su muerte, su hijo Hipias siguió ejerciendo el poder, el pueblo lo acogió de buen grado. Pero el nuevo tirano habría de hacer frente a difíciles cuestiones tanto de política exterior como interior.
En los confines del Ática se había consolidado, bajo la guía de Tebas, la hostil Liga de las ciudades beocias, al tiempo que otra Liga, la del Peloponeso, capitaneada por Esparta, recogía cada vez mayor número de adhesiones. Además, tras el asesinato de su hermano Hiparco –aunque se cree que fue perpetrado por dos nobles, Armodio y Aristogitón (los tiranicidas), por razones exclusivamente personales– el gobierno de Hipias adquirió tintes más oscuros hasta la reacción de los ciudadanos que, ayudados incluso por los espartanos, expulsaron al tirano y a toda su familia (510 a.C.).
La Constitución en que se basaba el Estado espartano, atribuida tradicionalmente a Licurgo (que vivió en el siglo IX a.C.), pero que era en realidad fruto de sucesivas reelaboraciones desde el siglo IX al VII a.C., sancionaba el control total de la vida pública por parte de los ciudadanos de pleno derecho, descendientes de los antiguos aqueo-dórícos que desde el siglo XV al XIV a.C. habían conquistado el Peloponeso sometiendo a la población indígena. Los órganos fundamentales de gobierno eran, además de los dos reyes con funciones sacerdotales y jurídicas, los éforos, cuya competencia era la jurisdicción civil y penal, el consejo de los ancianos, con la tarea de redactar las leyes a someter al juicio de la asamblea del pueblo. En el siglo VI a.C. los espartanos ya habían extendido sus dominios a casi todo el Peloponeso, vinculando a las distintas ciudades con un pacto federal que garantizaba su autonomía a la vez que establecía, en caso de guerra, el mando de Esparta. Probablemente el rey de Esparta Cleomenes, gracias a cuya intervención Atenas había sido liberada del poder tiránico, aspiraba a establecer en ella un gobierno oligárquico, pero ésa no era la intención de Clístenes, el jefe de la oposición a los pisistrátidas, quien puso en marcha la reforma de la constitución. Con objeto de fragmentar el poder nobiliario, creó una nueva división del pueblo basada no en el nacimiento, sino en criterios de carácter territorial, a los que estaba conectada la composición de todos los órganos de la vida política y militar. El centro de su reforma fue la Bula de los Quinientos (507 a.C.): subdividida la ciudadanía en 10 tribus, se elegía de cada una de ellas a 50 representantes menores de treinta años; cada 36 días los representantes de las distintas tribus asumían por rotación la tarea de presidir la asamblea.
El ateniense se convirtió en el modelo de régimen antitiránico y popular para las ciudades jónicas que, sujetas al imperio persa en 546 a.C., expresaban a la sazón su deseo de una relativa autonomía política y económica. Aristágoras, tirano de Mileto, dio el visto bueno a la revuelta. Los jonios, abolidas las tiranías, garantía de fidelidad hacia Darío el Grande, y tras recibir de Atenas cinco naves y veinte de Eubea, asaltaron e incendiaron algunos barrios periféricos de Sardi, ciudad a cuyo mando se hallaba el sátrapa persa Artafernes. A estos hechos siguió la contraofensiva de los persas: muerto Aristágoras en 497 a.C. y atacada y vencida Mileto (494 a.C.), todas las ciudades griegas de Jonia fueron obligadas a rendirse y a renovar el pacto de sumisión al rey. Con una expedición capitaneada por Mardonio, Darío logró de nuevo el sometimiento de Tracia y Macedonia. En 490 a.C., la expedición de castigo contra Atenas y Eretria se confió a un prestigioso general, Dati, y a Artafernes, hermano del rey. Como consecuencia, se sometieron las Cícladas, y la ciudad de Eubea fue tomada y saqueada. Pero en el Ática, en la llanura de Maratón, en agosto del mismo año, entre 6.000 y 7.000 hoplitas (infantes atenienses) mandados por Calímaco y diez estrategas, entre ellos Milcíades, derrotaron al poderoso ejército persa.
Tras la batalla de Maratón, surgió en Atenas un nuevo personaje político, Temístocles, que puso en marcha la construcción de una flota de, al menos, 100 trirremes, capaces de hacer frente a una posible nueva expedición persa y de responder a las ofensivas de Egina, que había humillado a Atenas unos años antes (488-487 a.C.). Por ello, cuando en 482 a.C. se descubrieron nuevos filones de plata en Laurio, Temístocles propuso destinar la nueva riqueza a dicho objetivo. Arístides, contrario a la propuesta, fue víctima del ostracismo (destierro político), institución que, introducida por Clístenes con objeto de salvaguardar al Estado de la vuelta de la tiranía, se utilizaba a la sazón para eliminar a los adversarios políticos.
Muerto Darío en 486 a.C., competía a su sucesor, Jerjes, llevar a cabo el plan de la nueva expedición punitiva contra Grecia. En 480 a.C. el ejército persa, tras atravesar el Helesponto sobre dos puentes de barcos, alcanzó Tesalia, mientras la flota le seguía por mar. Mientras tanto, a invitación de atenienses y espartanos, todos los estados griegos decididos a resistir a los persas se reunieron en el santuario de Poseidón, en el istmo. Así se proclamó la paz general entre los griegos y se discutió el plan de defensa: la flota ateniense, concentrada en el cabo Artemision, consiguió bloquear a la persa, pero los 4.000 hombres, entre ellos 300 espartanos, que debían defender el paso de las Termópilas bajo el mando del rey Leónidas, sucumbieron frente a la superioridad numérica del enemigo. En pocas semanas, el ejército persa, atravesada Beocia, devastó el Ática e incendió Atenas, que había sido evacuada con anterioridad. Sin embargo, la campaña militar de 480 a.C. concluyó con una gran victoria griega, y, sobre todo, ateniense: Temístocles desplegó la armada naval en el estrecho brazo de mar que separa la isla de Salamina y la costa del Ática y obligó a retirarse a la flota enemiga. En la primavera de 479 a.C., el ejército persa capitaneado por Mardonio fue derrotado en Platea por las tropas aliadas; las mandaba el espartano Pausanias, tutor del joven rey Plistarco, sucesor de Leónidas. Por fin, con Ia victoria de la flota en las cercanías del promontorio de Mical (479 a.C.) a la que siguió la toma de Sesto (478 a.C.) se considera cerrada la época de las guerras persas.
En el período denominado pentecontaetia (los cincuenta años aproximadamente comprendidos entre 478 y 431 a.C.) se registró el crecimiento del poder de Atenas. La ciudad, dotada de nuevas murallas y de un puerto fortificado, el Pireo, se hallaba en el centro de una nueva confederación de ciudades jónicas, de las Cícladas occidentales y de Eubea. El objetivo declarado de la Liga delio-ática era la continuación de la defensa frente a los persas, a la que todos los aliados contribuyeron materialmente con el pago de un tributo en dinero (phoros) o con naves. El lugar asignado para las asambleas federales y para la custodia del tesoro común fue el santuario de Apolo en Delos.
Temístocles en Atenas y Pausanias en Esparta, convencidos de la inevitabilidad de un conflicto entre las dos ciudades más grandes de Grecia, intentaban cada uno por su lado atraerse el favor de Persia. Pero los partidos conservadores y antipersas de las dos ciudades se pusieron de acuerdo para eliminarlos.
Pausanias, que se había establecido como soberano en Bizancio en 478 a. C., fue obligado por el ateniense Cimón a volver a Esparta (472 a.C.). Acusado de traición y connivencia con el rey de Persia, fue condenado a muerte y emparedado vivo en el templo de Atenea (468 a.C.). El propio Temístocles, reducido al ostracismo, se refugió en Argos, desde donde siguió azuzando a los demócratas del Peloponeso contra Esparta. Después, tras ser acusado de traición, fue obligado a refugiarse en Magnesia del Meandro, junto al rey de Persia, donde estuvo hasta su muerte en 461 a.C.
En este período llegó a Atenas Cimón, hijo de Milcíades, que dirigió las primeras operaciones de la Liga naval; protagonista de la doble batalla librada por tierra y por mar cerca de Eurimedonte contra los persas (469 a.C.), terminó en 461 a.C. su brillante carrera reducido también al ostracismo. Había cometido el grave error de comprometer militarmente a Atenas en dos frentes, al lado de los espartanos para sofocar la revuelta de los mesenios, y al lado de Inaro, príncipe egipcio que capitaneó una revuelta de los egipcios contra los persas.
A la sazón, el ya popular Pericles, salido de las filas del partido democrático, fue elegido durante una treintena de años consecutivos, a partir de 460 a.C., presidente del Consejo de estrategas, que en la época era el órgano esencial del poder ejecutivo del Estado. A él se debe la introducción de la inviolabilidad de los jueces populares y de la mistoforia, la remuneración de los oficios públicos, lo que benefició a los menos pudientes. Y por voluntad suya se inició en aquellos años la fase más agresiva del expansionismo ateniense: frente a Persia, frente a algunas ciudades griegas e incluso frente a la propia Esparta. Y cuando ya parecía inevitable el conflicto con los peloponenses, Pericles firmó un tratado de paz con Persia (la denominada paz de Calia, por el jefe de la misión ateniense en Susa), que duró treinta años (desde 449 a.C.). Durante su gobierno, la Liga delio-ática se transformó en imperio: dejó de respetarse el principio de adhesión voluntaria de las ciudades y el tesoro federal se trasladó a la acrópolis, donde quedó a la total disposición de los atenienses. Continuaron las escaramuzas con Esparta sin llegar a ningún resultado, pero alimentando la oposición a Pericles, afectado por una serie de procesos iniciados contra sus familiares y amigos. Murió en 429 a.C., dos años después del inicio de la guerra del Peloponeso, víctima de la peste que devastó Atenas en otoño de aquel año.
La primera fase del conflicto concluyó en 421 a.C. con una paz, negociada por el ateniense Nicias, que sancionaba el statu quo anterior. En la segunda fase la guerra se desplazó a Occidente, con la infortunada expedición ateniense a Sicilia, en contra de Siracusa, bajo la dirección de Nicias, Lamacos y Alcibíades (415-413 a.C.). Los atenienses resistieron aún varios años e incluso lograron derrotar a los espartanos en las islas Arginusas (406 a.C.). Pero dos años más tarde, la flota espartana conducida por Lisandro, al regreso de una decisiva victoria sobre el enemigo en la desembocadura del Egospótamos, entró en el Pireo y sometió a la ciudad, a la que impuso el gobierno conocido como el de los treinta tiranos, entre los que estaba el violento y ambicioso Critias (404 a.C.). Al año siguiente, los expatriados de Atenas, conducidos por Trasíbulo, volvieron a entrar en la ciudad, y expulsaron a los treinta oligarcas, matando a su jefe Critias. Se restableció la antigua Constitución popular de Clístenes y se pactó una amnistía con Esparta. iniciada una nueva guerra con Persia, los espartanos, bajo el mando de Agesilao, lograron entrar en Asia Menor y derrotar al sátrapa Tisafernes bajo las murallas de Sardi (395 a.C.); pero en 387 a.C. se vieron obligados a firmar una nueva paz con el enemigo oriental (paz de Antálcidas, del nombre del negociador espartano) para dirigir sus fuerzas contra las ciudades de Grecia que, deseosas de independencia, se habían rebelado contra su hegemonía. La paz que impidió la unión política entre los estados helénicos, también comportó la disolución de la Liga de los beocios, con cabeza en Tebas. Reconstituida en 371 a.C. por obra de dos generales, Pelópidas y Epaminondas, la Liga logró derrotar a los espartanos en la batalla de Leutra, que dio la supremacía a Esparta frente a Tebas. Pero muy pronto la nueva potencia había de mostrar también su precariedad: a la muerte de Pelópidas en Tesalia (364 a.C.), y de Epaminondas en la batalla de Mantinea (362 a.C.), siguió una paz general en Grecia que, debilitada por largos años de guerra, no sabría resistir a la ingerencia de la monarquía macedonia.
“Grecia y colonias asiáticas”. Gran Historia Universal. Época Clásica. Barcelona, Ediciones Folio S.A., 2000, pp. 12-15.
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