martes, 5 de diciembre de 2017

El sexenio de Miguel de la Madrid




Hola, en esta ocasión les comparto, como lo había prometido, el capítulo del libro del recientemente fallecido Rius y Estela Arredondo, Los Críticos del Imperio, correspondiente al sexenio de Miguel de la Madrid Hurtado (1982-1988), caracterizado por el intento de llevar a cabo una "renovación moral" del régimen que permitiera recobrar la credibilidad en el sistema priísta, ayudado con las persecusiones del exdirector de Pemex Jorge Díaz Serrano y del otrora jefe de la policía capitalina, Arturo Durazo Moreno -sin tocar a la figura del saliente José López Portillo. Sin embargo no lo logró y en 1988 vivimos el escandaloso fraude electoral que impuso en la presidencia a Carlos Salinas de Gortari, el flamante Secretario de Programación y Presupuesto, encargado de recortar el gasto público vía la aplicación de las políticas neoliberales impuestas por el Fondo Monetario Internacional en México, cuyo mejor capítulo ha sido la venta de empresas paraestatales y la inclusión de México en el Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) y la firma del Tratado de Libre comercio para América del Norte (TLCAN), que tanto nos ha perjudicado. En lo económico el sexenio del llamado -por el caricaturista Calderón- "Ratón Miguelito" resultó, como su antecesor, un desastre y se caracterizó por la crisis económica profunda que mantuvo a los mexicanos en la pobreza. La impopularidad del presidente De la Madrid se hizo patente en la rechifla que recibió del público mexicano en el juego inaugural del Mundial de Futbol de México en 1986, que no olvidó la ineptitud gubernamental mostrada ante el terremoto del 85 y la explosión de San Juan Ixhuatepec en 1984. Por lo demás, el régimen se caraterizó por recetarnos más de lo mismo: oportunidades para unos pocos hombres de empresa con los suficientes contactos políticos y empobrecimiento de las masas populares que han aprendido a vivir al día.

Les comparto el citado capítulo en presentación de diapositivas de Libre Office y en PDF. Aquí las ligas para su descarga:

El sexenio delamadridista. Archivo ODP

El sexenio delamadridsta. Archivo PDF

martes, 28 de noviembre de 2017

Sobre el renacimiento de la cultura clásica y el humanismo

Hola, como ayer (grupo 5201) me sacaron de trance durante la clase, hoy les receto diez minutos de la misma para reforzar el conocimiento 😄. Elaboren también un reporte de este clip y entréguenlo junto con los demás.

Fe de erratas: en el minuto 7:55 (aproximadamente) del clip digo que Petrarca le dedicó su Cancionero a Beatriz (que en realidad era la musa de Dante) cuando debí decir Laura, que era su amada.



Descárgalo en podcast.

domingo, 5 de noviembre de 2017

HEREJÍA Y POESÍA (Adaptación)


¿Debe considerarse a los trovadores como creyentes de la Iglesia cátara y como cantores de su herejía? Las presunciones en favor de esta tesis son tan fuertes que convendría volver al problema. ¿Cómo y con qué explicar el lirismo de los trovadores, si se niega que la herejía cátara fuese su fuente?

Otto Rahn no vacila en escribir: "La mayoría de los trovadores eran herejes, todos los cátaros eran trovadores." Tenemos, empero, suficientes y buenas razones para dejar a un lado toda especie de exageración entusiasta.

¿Es acaso por pura coincidencia que los trovadores lo mismo que los cátaros glorifican el amor perpetuamente insatisfecho y elogian –aunque no siempre ejerzan– la virtud y la castidad? ¿Es pura coincidencia que, como los puros, no reciban de su dama sino un beso de iniciación y distingan dos grados en el domnei (el pregaire o plegaria y el entendeire) como se distinguen en la Iglesia de Amor los adeptos y los perfectos? ¿Y que ridiculicen los lazos del casamiento? ¿Que lancen invectivas a los clérigos y a sus aliados feudales? ¿Que vivan con preferencia a la manera errante de los "puros" que van de dos en dos por las carreteras? ¿Y que los patios en que se detienen para cantar y ofrecer su homenaje sean precisamente los patios de los señores herejes?

Muy fácil sería multiplicar esas preguntas. Veamos más bien los argumentos contrarios. No todos los trovadores, se dirá, estuvieron en el campo de la herejía. Algunos acabaron sus días en conventos. Ciertamente, y el propio Folquet de Marsella llegó a unirse a la cruzada de los albigenses. ¡Y, sin embargo, pasó por un traidor, hasta el día en que fue acusado ante el papa Inocencio III de haber causado la muerte de quinientas mil personas! Por otra parte, aun cuando se demostrara, suponiendo que fuera posible en sí, que algunos de los trovadores ignoraban las analogías de su lirismo y del dogma cátaro, no se habría demostrado que el origen de este lirismo fuera cátaro. No se olvide que componían sus coblas y sus sirventes según los cánones de una retórica admirablemente invariable, aprendida durante el invierno en las escuelas llamadas menestrandises (los conservatorios de la época). Se puede concebir una poesía –incluso bellísima–compuesta de lugares comunes que no se sabe de dónde vienen. ¿No es –salvo la belleza– lo más corriente? Y si se dice: estos trovadores no hablan de sus creencias en las poesías que nos quedan, basta recordar que los cátaros prometían, en el momento de la iniciación, no traicionar jamás su fe, cualquiera que fuera la muerte que los amenazara. Es así como en los registros de la Inquisición no se halla referencia de una sola confesión que concierna a la minesola, suprema iniciación de los "puros".

¿Puede un caballero estar casado y al mismo tiempo ser fiel a su dama? La frecuencia misma de esta pregunta es algo que nos hace reflexionar si pensamos en todos los trovadores que tenían que sufrir un aparente "matrimonio" con la Iglesia de Roma, que servían como clérigos, mientras que, con su "pensamiento", servían a otra dama: la Iglesia de Amor [La Iglesia Cátara].

¿Abjuraron algunos de la herejía sin dejar de "trovar"? ¡Evidentemente! Del mismo modo que un convertido a la reciente poesía dedica a la Virgen imágenes que había inventado para otros. ¿Peire de Auvergne hizo penitencia? Prueba de más de que fue hereje.

Lo que, en fin, debe desorientar es un esoterismo de cuya existencia no se puede dudar hoy. "Hubo desde la mitad del siglo XII (y este fenómeno en esta época es singularmente curioso) una escuela del trovar clus cuya ambición era la de esconder el pensamiento bajo expresiones ambiguas" (Jeanroy). ¿Es verdaderamente "curiosa" esta creencia en una época en que precisamente la Iglesia de Roma preparaba su cruzada y su Inquisición?

Vayamos, empero, a los textos y considerémoslos en la purísima desnudez y transparencia de su retórica adamantina.

Tema de la muerte que se prefiere a los dones del mundo:

Más me conviene morir
que de mala alegría gozar
porque alegría que vilmente se alimenta
no tiene poder ni derecho para gustarme tanto.

Así canta Aimeric de Belenoi. La "mala alegría" es la que lo curaría de su deseo si precisamente el amor sin fin no fuese el mal que ama, la joy d'amor, el delirio que prevalece:

... En verdad, este loco deseo
me matará, tanto si me quedo como si voy por los caminos
puesto que la que puede curarme no me compadece.
...y este deseo
prevalece –aunque hecho en el delirio
sobre todos los demás...

¿No exigía acaso la doctrina que se acabara con la vida? "Y no por cansancio ni por miedo al dolor sino en un estado de perfecto desapego de la materia."

He ahí el tema de la separación, el leitmotiv de todo el amor cortesano:

¡Dios mío! ¿Cómo puede ser
que cuanto más lejana más la deseo?

Y he ahí a Guiraut de Bornheil que dirige sus oraciones a la verdadera luz que ha de reunirlo con sus "camaradas" de camino y de pruebas en el mundo (¿acaso el espíritu y el cuerpo?, recordemos sin embargo la costumbre de los misioneros de andar de dos en dos):

Rey glorioso, luz y claridad verdaderas,
Dios poderoso, Señor, si os agrada
reciba ayuda y bienvenida mi fiel compañero
porque no lo he visto desde que vino la noche
y pronto vendrá el alba.

Bueno y dulce compañero, tan rica es la morada
que jamás quiero ver ni alba ni día
porque la más bella hija de madre nacida
tengo entre mis brazos y ya no me preocupo.
ni de celos ni de alba.

Pero esta "bella dama que siempre dice que no" ¿quién es?, ¿mujer o símbolo? ¿Por qué todos coinciden en jurar que jamás traicionarán el secreto de su gran pasión como si se tratara de una fe y aun de una fe iniciadora?

Renunciad, yo os lo digo, en nombre del amor y en mi nombre,
renunciad, pérfidos delatores, sabios en todas las villanías, a
preguntar quién es ella y cuál es su país, si está lejos o cerca,
porque os lo esconderé siempre. Moriré antes que caer en una
sola palabra...

¿Cuál es la "dama" que merece este sacrificio? O este grito de Guillaume de Poitiers:

¡Sólo por ella me salvaré!

Si se tratara solamente de figuras retóricas, ¿de qué espíritu nacieron? ¿Qué amor fue su idea platónica?

Este amor, este principio femenino (amor en provenzal es del género femenino) ¿no es acaso la Divinidad en sí de los grandes místicos heterodoxos, el Dios anterior a la Trinidad de que hablan la gnosis y el Maestro Eckhart?

Leamos pues este cántico de Peire de Rogiers:

Áspero tormento he de sufrir
por añoranza tan grande que tengo de ella
mi corazón no debe deshacerse de ella,
y jamás alegría, ni dulce, ni buena,
puedo entrever en mí promesa alguna:
cien alegrías tuviera por proezas
que de nada me servirían, sólo a ella sé querer.

Y este grito de Bernard de Ventadour:

Me ha tomado mi corazón, me ha tomado a mí mismo, y después, ella misma se me ha escapado, y sólo ha dejado mi deseo y mi corazón sediento.

Y Arnaut Daniel:

No quiero ni el imperio de Roma, ni ser nombrado su Papa (con razón), si no puedo volver hacia aquella por quien mi corazón se inflama y se rompe. Pero si no cura mi tormento con un beso (consolamentum) antes del año nuevo, me destruye y se condena.

La petulancia meridional viene a enmascarar, al fin del poema, el sentido demasiado grave de esta oposición de las iglesias:

Soy Arnaut, el que amontona los vientos, que caza las liebres ayudado por un buey y que nada contra la corriente.

La Iglesia de Roma sabía muy bien lo que todavía muchos sabios se obstinan en no comprender. Comprendió toda la amplitud del peligro en que la herejía la precipitaba. Hubo la famosa Cruzada, la Inquisición dominicana. Pero esta represión por la fuerza no bastaba para la tarea de extirpar las raíces vivas, puras e impuras, de la revuelta.

El clero tuvo la sabiduría de oponer al culto simbólico de la mujer una creencia "ortodoxa" que respondía al mismo deseo. De ahí, desde mediados del siglo XII, la multitud de tentativas para instituir un culto de la Virgen. La "dama de los pensamientos " del hereje era sustituida por "Nuestra Señora". En 1140, en Lyon, los canónigos establecen una fiesta de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora. Y las órdenes monásticas, que aparecieron por aquel entonces, eran réplicas a las órdenes de caballería (el monje es el "caballero de María"). De nada sirvieron las protestas de San Bernardo de Clairvaux "contra esta nueva fiesta que la razón no aprueba, que la tradición no autoriza..." y que Santo Tomás escribiera, cien años más tarde: "Si María hubiera sido concebida sin pecado no habría tenido necesidad de ser redimida por Jesucristo." El culto de la Virgen respondía a una necesidad de orden vital para la Iglesia amenazada. El papado, varios siglos más tarde, no tuvo más remedio que sancionar un sentimiento que no había esperado al dogma para triunfar en todas las artes.

Fuente: Denis de Rougemont, Amor y Occidente, México, 1993, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, (Col. Cien del Mundo) pp. 87-93


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Músicos transhumantes y juglares

En el número 25 de la revista Algarabía, de 2006 apareció el siguiente artículo sobre los juglares medievales. Si bien no hace mención de malabaristas, actores, sacamuelas, pregoneros, merolicos, buhoneros, saltimbanquis, charlatanes y vendedores de pociones curativas. Todos ellos transhumantes juglares que amenizaban las plazas públicas y que eran, sin duda, los "artistas" medievales, el artículo no tiene desperdicio y nos hace reflexionar sobre los músicos-informadores medievales.

Aquí la liga a la página de Algarabía para que lean en artículo:

Músicos transhumantes

Cátaros. La fe que desafió al papado



Su doctrina de perfección espiritual se extendió por buena parte del sur de Francia, lo que alarmó a una Iglesia católica que veía amenazado su poder. Con el fin de atajar lo que consideró una herejía, el pontificado promovió una cruzada sangrienta. Tras varios años de encarnizadas luchas, la caída del castillo de Montségur marcó el fin de las matanzas y el inicio de la leyenda.

Fernando Martínez Laínez, periodista y escritor

A principios del siglo XIII, el Occidente cristiano se vio convulsionado por una cruzada de exterminio, emprendida por el papado y los reyes de Francia, contra un nuevo movimiento religioso cuyos creyentes se hacían llamar cátaros (en griego, puros). Los cátaros se extendieron por el sur y el sudeste de Francia, el norte de Italia, partes de Alemania, Cataluña y Aragón, donde formaron comunas e iglesias contando con el favor de los nobles y la burguesía de esos territorios. Fue, sin embargo, en el condado de Toulouse donde adquirieron mayor implantación, y desde allí se extendieron por el Languedoc, la Provenza, Lombardía y los Pirineos orientales.

Toulouse era por entonces una de las ciudades más importantes de Europa. Los condes que la gobernaban llevaban también el título de duques de Narbona, y tenían como vasallos a los vizcondes de Carcasona, Béziers y Albi y a los condes de Comminges y de Foix. Pero lo más importante políticamente para esta amalgama de territorios era que formaban una especie de ámbito político soberano, con ciudades prósperas, donde no llegaba el poder del rey de Francia. Sus nobles intentarían mantener así la situación, y por ello en determinados momentos secundaron la causa de los cátaros, en la que tanto los monarcas franceses como el papado pretendían intervenir a cualquier precio.

Alarma en Roma -La aparición del catarismo en el condado de Toulouse hacia el año 1000 alarmó pronto a la Iglesia católica de Roma. Sus sacerdotes eran desplazados en la aceptación popular por los bons homes (buenos hombres), como se los denominaba. Su voz y su prestigio iban en aumento, y en algunos lugares los clérigos incluso cesaron en su actividad al comprobar que nadie les prestaba atención. A mediados del siglo XII, la Iglesia romana, viendo sus dogmas fundacionales negados y su autoridad social agrietada, envió al Languedoc a Bernardo de Claraval, el gran predicador e impulsor de la orden del Císter, para reconvertir a los fieles "descarriados". Pocos le escucharon. El intento resultó un fracaso.

Dos decenios más tarde el papa Alejandro III organizó el Concilio de Tours, que condenó "la abominable herejía surgida en el país de Toulouse, desde donde [se había] extendido a Gascuña y demás provincias cercanas". Hubo una tentativa de entendimiento auspiciada por el obispo de Albi poco después. Fue una reunión entre católicos y bons homes que terminó en gritos e insultos.

A principios del siglo XIII, el nuevo papa, Inocencio III, decidido a combatir la "herejía" cátara, designó como legado suyo en el condado de Toulouse a Pierre de Castelnau. Éste contaba con la ayuda de Arnaud Amalric, abad de la orden del Císter, y del español Domingo de Guzmán, fundador de la orden dominica. Castelnau, que observaba con malos ojos la simpatía y protección que Raymond VI, conde de Toulouse, concedía a los bons homes, le excomulgó por orden del Papa, un castigo que llevaba aparejada la confiscación de todos sus bienes y el despojo de sus tierras.

El conde, viéndose perdido, aceptó someterse a Roma y hacer penitencia, pero al día siguiente de serle notificada la excomunión el legado papal fue asesinado por un misterioso jinete mientras se encontraba en la orilla del Ródano esperando una barca. De inmediato corrió la voz de que el responsable de la muerte era un sirviente del conde o un cátaro, y el Papa aprovechó la ocasión para proclamar "mártir" a su enviado y convocar la cruzada contra los "herejes".

En todas las iglesias católicas tronaron arengas incendiarias contra ellos. Obispos y sacerdotes se movilizaron, y tanto los cistercienses como los dominicos exhortaron a la grey a empuñar las armas. Arnaud Amalric fue nombrado "generalísimo" del ejército cruzado, y a sus integrantes se les prometió el perdón de todos sus pecados y una parte de las tierras y los bienes arrebatados al enemigo.

El conde Raymond VI, que disponía de muy escaso ejército, tuvo que rendirse ante la amenaza de los guerreros cruzados y decidió sufrir la penitencia pública que le había sido impuesta. El nuevo legado papal, Milton, le hizo azotar hasta hacerle sangrar ante tres arzobispos y más de veinte obispos. El conde tuvo que jurar fidelidad a la Iglesia de Roma, pero desconcertó a las jerarquías católicas cuando se ofreció como cruzado en la empresa contra los herejes. Eso suponía la recuperación de todas sus propiedades y, por consiguiente, del condado de Toulouse, que seguiría de facto independiente de Francia. El Papa fingió aceptar, pero ordenó a sus adeptos que vigilaran estrechamente al conde. "Simulad que sois sus amigos, a la espera de que cometa un error que os permita destruirle", aconsejaba en una carta.

Cruzada en marcha -En Lyon se congregó un gran ejército de cruzados atraídos por la promesa de salvación eterna y la codicia del saqueo. Tomaron la ruta que seguía el curso del Ródano hasta caer sobre Occitania. Tras destruir unas cuantas ciudades y ocupar Montpellier, pusieron sitio a Béziers, que se aprestó a la defensa. "Borraré de la faz de la tierra esa ciudad. No quedará de ella ni una sola piedra", juró Arnaud Amalric. El día siguiente el ejército cruzado se lanzó al asalto. Pese a las bajas, logró romper las murallas y entrar en la ciudad, que fue incendiada y entregada al pillaje, y sus habitantes (algunas fuentes hablan de casi veinte mil) masacrados. Niños, mujeres, ancianos y enfermos fueron pasados a cuchillo. Cuando los soldados preguntaron a Amalric cómo distinguir a los católicos de los herejes en el tumulto de aquella degollina, el abad del Císter no lo dudó: "Matadlos a todos –dijo–, y Dios ya reconocerá a los suyos".

La matanza de Béziers sembró el pánico en Occitania, y Narbona se rindió en cuanto vio aproximarse al ejército cruzado, pero en Carcasona, el vizconde de la ciudad, Raymond Trencavel, se aprestó a la resistencia. Entonces, tras un primer asalto fracasado, apareció en el campamento católico el rey Pedro II de Aragón, conocido como Pedro el Católico, vencedor en las Navas de Tolosa y considerado un héroe de la cristiandad. No venía a unirse a la cruzada, sino a hacer de intermediario entre el ejército cruzado y su cuñado, el vizconde Trencavel. Pero el abad Amalric –que pronto fue ascendido a obispo– sólo accedió a dejar salir de Carcasona al vizconde con doce acompañantes a condición de que la ciudad se rindiera.

El rey de Aragón debió de retirarse bastante humillado con el incidente. Carcasona fue asaltada. Mientras buena parte de la población escapaba de la ciudad por unos túneles secretos, el vizconde se rindió con cien de sus caballeros para dar tiempo a la huida general. Hecho prisionero y cubierto de cadenas, Trencavel falleció en prisión poco más tarde, casi con seguridad envenenado.

Siguen los asedios -Tomada Carcasona, muchos cruzados se licenciaron, llevándose el producto de su rapiña, aunque antes tuvieron que dejar buena parte de su botín a la Iglesia. Los que se marcharon fueron sustituidos por otros, en su mayor parte mercenarios y gentes de baja condición.

Muerto el vizconde Trencavel, Amalric ofreció sus tierras y títulos a Simón de Montfort, conde de Leicester, un experto guerrero, codicioso, sanguinario y sin escrúpulos, que ya contaba con enormes posesiones en Inglaterra y el norte de Francia y que prometió a los cruzados no quitarles ni una moneda del pillaje que obtuvieran en los saqueos.

Entretanto, el papa Inocencio III lanzó un ultimátum al conde Raymond VI de Toulouse. Si quería conservar la vida debía arrasar todas sus fortalezas, licenciar a su ejército y vivir pobre y desterrado con su familia. Eran condiciones inaceptables, y cuando el conde las rechazó, las tropas de los cruzados volvieron a ponerse en marcha y asediaron Termes. La ciudad aguantó varios meses, pero la sed y la disentería terminaron con la resistencia. Centenares de supervivientes que no lograron escapar acabaron en las hogueras.

Poco después fue sitiada la ciudad de Lavaur, gobernada por una viuda, Donna Geralda, creyente cátara que sólo disponía de unas docenas de guerreros. A pesar de la feroz resistencia, Lavaur cayó dos meses más tarde. Los defensores fueron colgados de las almenas o degollados, y a Donna Geralda, embarazada de ocho meses, la sacaron desnuda de la ciudad y murió lapidada.

Derrota en Muret -Los cruzados prosiguieron su avance, quemando y destruyendo cuanto encontraban a su paso, pero ante las murallas de Toulouse sufrieron una tremenda derrota frente a las tropas mandadas por Raymond VI, Gastón de Bearn y el conde de Foix. Mientras tanto, el monarca aragonés Pedro II, alarmado al ver a los ejércitos franceses en la frontera de su reino, se sintió obligado a prestar protección a su consuegro y vasallo Raymond VI, ya que su hija Sancha estaba casada con el hijo del conde. El rey de Aragón escribió al Papa para que cesara el asedio a Toulouse. Inocencio III le contestó recordándole que retirase su apoyo al conde Raymond VI, que estaba excomulgado y privado de todos sus títulos. "En caso de que no atendieras mis órdenes –amenazaba el Papa–, me vería obligado a someterte al castigo que se merece un hereje."

Pero Pedro II no se dejó asustar. Con un ejército de 1,000 caballeros y 50,000 soldados de a pie se presentó en Toulouse, donde fue vitoreado con entusiasmo. Muchos de los jefes defensores de la ciudad eran partidarios de hostigar y atraer al ejército cruzado a una trampa en lugar fortificado, donde quedaría encerrado y podría ser vencido. Contra este criterio, Pedro II, apoyado por el conde de Foix, optó por la batalla campal, lanza contra lanza, en la llanura abierta de Muret, seguro de su fuerza.

Sin embargo, Simón de Montfort fue más astuto, y encomendó a una partida de sus guerreros que buscaran al rey de Aragón en cuanto comenzara la batalla para darle muerte. Lo consiguieron, y Pedro II, acosado por un tropel de enemigos, fue derribado del caballo y abatido. Enseguida corrió la voz de que el Rey había muerto y la confusión cundió en las filas aragonesas. Los cruzados empujaron a los restos del ejército de Toulouse hasta las orillas del Garona, en cuyas aguas perecieron ahogados miles de combatientes. Sólo se salvaron Raymond VI, su hijo y unos pocos soldados, que lograron escapar refugiándose en tierras de Provenza.

La derrota de Muret truncó las esperanzas cátaras de conseguir una victoria militar sobre los cruzados, pero la guerra continuó. El enfrentamiento de los dos jefes de la cruzada, Simón de Montfort y Arnaud de Amalric, provocó el desconcierto en las filas católicas, y el rey de Francia, Felipe Augusto, decidió retirar el grueso de sus tropas. Mientras tanto, en Marsella, el fugitivo Raymond VI reorganizó un nuevo ejército, y su hijo Raymond VII consiguió cercar a Simón de Montfort en Beucaire.

Montfort pudo escapar y trató de hacerse fuerte en Toulouse, donde no consiguió entrar porque las gentes de la región se sublevaron. Aun así, logró conquistar uno de los arrabales de la ciudad, pero en un momento en que se dirigía a misa, una gran piedra –lanzada desde una catapulta manejada por mujeres– le reventó la cabeza. En todo Toulouse hubo júbilo general por su muerte, y Raymond VII recuperó el condado para los cátaros, siendo acogido con el mismo entusiasmo que despertó su padre, Raymond VI.

El principio del fin -La aparente tregua permitió el resurgir del catarismo. Los "herejes" fundaron nuevos talleres comunales, conventos y hospederías, pero las tropas del rey francés siguieron arrasando Occitania mediante lo que se ha llamado "la guerra singular", una táctica de sabotajes masivos.

Las cosechas y las aldeas eran quemadas, los puentes destruidos y el ganado envenenado. Finalmente, para evitar penalidades a sus súbditos, el conde de Tolouse firmó en 1229 el Tratado de Meaux-París, que ponía fin a la cruzada, pero que acababa con seis siglos de independencia de la tierra de Oc. En adelante, estos dominios quedarían anexionados a la Corona francesa.

El tratado no supuso el término de la represión a los cátaros, que se defendieron hostigando al ejército del rey de Francia, pero el bando católico dio un nuevo giro a la contienda religiosa creando, bajo el papado de Gregorio IX la Inquisición. Las delaciones, las hogueras y las torturas volvieron a caer como una maldición sobre Occitania. Los bons homes tuvieron que pasar a la clandestinidad, salvo en dos reductos en que la Inquisición no se atrevió a entrar. Uno era Fenouilléde, en la frontera con Cataluña, donde los "herejes" mantuvieron continuas guerrillas, y otro el castillo de Montségur, construido sobre un pico rocoso, el último refugio espiritual de la Iglesia cátara, donde vivía un gran número de los denominados "perfectos" y "perfectas".

El monarca francés Luis IX (San Luis) no cejó en su obsesión de erradicar la doctrina cátara, y los occitanos se agruparon de nuevo bajo las banderas de Raymond Trencavel el joven (hijo del vizconde muerto en prisión) y de Raymond VII de Toulouse, que contaban, con el apoyo (más teórico que real) de Navarra, Aragón y Castilla.

Animados por el deseo de venganza a causa de la continua persecución que sufrían, los cátaros llevaron a cabo la matanza de Avignonet, en la que perecieron los inquisidores Guillaume Arnaud y Etienne de Saint Thibéry, con más de setenta hombres de su séquito. Éste fue uno de los últimos episodios de la nueva rebelión cátara, porque el ejército francés católico siguió obteniendo victorias hasta derrotar a las tropas de Raymond VII, quien tuvo que entregar el condado de Toulouse. Se inició por entonces el asedio al castillo de Montségur, donde unos quinientos defensores con sus familias y cerca de doscientos "perfectos" y "perfectas" hicieron frente a un ejército de 20,000 sitiadores.

En menos de un año cayó Montségur. Los poco más de doscientos supervivientes fueron encadenados y quemados vivos en las llamas de una gran hoguera. Ahí acabó la Iglesia cátara en Occitania. Los fieles que aún seguían con vida fueron perseguidos como alimañas y buscaron refugio en las cuevas de los Pirineos, en Lombardía o en el norte de España, donde prosiguieron su imposible sueño y entraron, con el paso de los tiempos, en el ámbito de la leyenda.

Fuente: Fernando Martínez Laínez, “Cátaros. La fe que desafió al papado”, en revista Historia y Vida, No. 434. Mayo 2004. Barcelona, pp. 64-73.

sábado, 4 de noviembre de 2017

Corrupción en el sexenio de López Portillo

Una de las características del sistema durante el sexenio de José López Portillo (1976-1982) fue la corrupción y el nepotismo y una muestra de ello fue el ascenso de Arturo Durazo en la Dirección General de Policía y Tránsito, que le proveyó de impunidad, así como de una posición de poder desde la cual enriquecerse ilícitamente, como vemos en el documental "Verdaderamente Durazo". El escándalo de la corrupción del "Negro" motivó películas, revistas y canciones (como la de "El negro Africano", popularizada por la Sonora Dinamita). Aquí les comparto un fascículo de la historieta "Las Picardías del Negro Durazo", que encontré en alguna tienda de revistas atrasadas. Léanla y espero su reporte escrito.

Picardías del Negro Durazo No. 72



Aquí el documental "Verdaderamente Durazo":


miércoles, 25 de octubre de 2017

El amor, una invención del siglo XII

Según una frase famosa de Charles Seignobos, «El amor es un descubrimiento del siglo XII». Esta afirmación paradógica puede matizarse. Evidentemente no se refiere al sentimiento espontáneo y natural, sino a una estilización de la pasión de origen literario. […] Desde esta perspectiva parece indudable la influencia de la literatura del periodo cortés, que ha elaborado en torno al amor todo un programa de gestos y sentires, una mística del amor, prototipo idealizado por muchos siglos. Los primeros grandes mitos del amor reciben en este momento histórico su figura clásica. El amor que se enfrenta a la sociedad en Tristán e Isolda, el amante adorador sumiso de la amada imposible en El caballero de la carreta, los conflictos entre el amor, el matrimonio y la aventura en Erec, Cligés, Ivain.

Ese refinamiento sentimental denominado en provenzal como fine amor y, de modo más general, como “amor cortés”, tuvo sus orígenes en la Francia meridional de los trovadores, primeros difusores y propagandistas de ese modo de comportarse con las damas que representa una revolución respecto de los hábitos de la época.
El cruce de esa nueva sensibilidad con la atmósfera misteriosa y trágica de algunas leyendas de la Antigüedad clásica o del mundo céltico ha sido decisivo para el romanticismo de la cortesía medieval.
Parece apropiado pensar en la corte de Inglaterra en tiempos de Leonor de Aquitania y en la de su hija María de Champaña como los lugares brillantes para tales encuentros de influencias. Precisamente en la corte de la condesa María, quien encargó a Chrétien su Lancelot, se compuso el famoso Tractatus De Amore, que recoge de una manera programática y teórica las normas del amor cortés.
Los rasgos más acusados de esta doctrina amorosa son cuatro: humildad (del amante), cortesía, adulterio y religión del amor.

  1. Humildad del amante.

Humildad debe ser una de las virtudes básicas del caballero ante la amada. Es a ella a quien ensalza, situándola en un plano superior, difícil de merecer; y el caballero se humilla ante la dama, le rinde vasallaje y suplica a cambio de su servicio, sus favores amorosos. Esta postura de sumisión se expresa en el lenguaje de la época: la amada es invocada como “señora”, domina o domna (en castellano “dueña”) o como “señor feudal”, midons a quien se rinde vasallaje. Es a lo que se ha llamado “feudalización del amor” (el amor que el fiel vasallo debía sentir hacia su señor feudal es trasladado en una ágil metáfora a la amada).

  1. Cortesía.

La cortesía es ese refinamiento de maneras cortesanas que la buena sociedad impone y que se expone de manera especial en el galanteo. En la novelística, ese ideal del caballero cortés aparece en Geoffrey de Monmouth y en la segunda redacción del Roman d’ Alexandre; en la “triada Clásica” se perfila claramente, y resalta en las novelas de Chrétien de Troyes. La corte del rey Arturo será el espejo de toda cortesía, donde los paladines rivalizan con el modelo de tales virtudes propuesto en la figura de Gauvain, el perfecto gentleman, al mismo tiempo que se propone un ejemplo de caballero descortés en la del senescal Keu, que acaba siempre recibiendo una dolorosa lección.
En el galanteo el papel activo corresponde al caballero, quien debe servir a la dama, que atiende como desde un estrado a sus proezas. Ella tiene la última palabra, y se permite fingir desdenes y aprestar obstáculos para probar a su galán. Los largos regateos amorosos son para ella lo más sabroso de esa relación. La demora en conceder sus favores da pie a las quejas líricas y a la nostalgia melódica de los trovadores. La belle dame sans merci sabe prolongar ese juego cortesano. En el largo asedio galante se purifica y se sublima el deseo sexual. Por encima de esa sensualidad se elabora una psicología cada vez más sutil y espiritual. Esta cortesía supone un amable impulso civilizador en medio de la brutalidad de los tiempos que reflejan los cantares de gesta y los relatos históricos.

  1. El adulterio.

En cuanto al adulterio, otro de los rasgos típicos de ese amor refinado, recordemos la observación de C. S. Lewis: “cualquier idealización del amor sexual, en una sociedad donde el matrimonio es puramente utilitario, tiene que comenzar por ser una idealización del adulterio”.
En la práctica real de la sociedad feudal el matrimonio no tenía nada que ver con el amor, sobre todo en las capas superiores de la sociedad medieval los matrimonios eran dictados por las conveniencias sociales y dispuestos por las familias, sin gran intervención de los contrayentes. Una rica heredera era pretendida por otros señores influyentes, que ambicionaban aumentar con su dote sus dominios territoriales. Las diferencias de edad entre los contrayentes no les importaban demasiado; y los jóvenes sin grandes recursos no tenían nada que hacer frente a los viejos señores con buenas rentas para alcanzar la mano de una joven casadera de buena familia. Tanto los viudos como las viudas volvían pronto a contraer matrimonio si con ello tenían la oportunidad de agregar nuevas tierras a sus dominios. La política matrimonial de la Edad Media era de un pragmatismo despiadado.
La exaltación lírica del adulterio podía considerarse como una expansión sentimental, permitida al margen de la práctica matrimonial (que guardaba más relación con la hacienda y la posesión física de los esposos que con la faceta sentimental). Esta apertura cortés al adulterio (por lo menos espiritual) que violentamente choca con la práctica de la época, en que la mujer estaba sometida a los varones de la familia, pero también con las normas de la moral cristiana, representa un mayor margen de libertad personal para la mujer, sometida a ese duro servilismo matrimonial. La concepción cortés del amor, que implica la afirmación de la legitimidad del adulterio espiritual, reivindica para la mujer una, aunque limitada, libertad; en cuanto enérgicamente rechaza y condena la condición social que ponía a la mujer en la imposibilidad de elegir y en la necesidad de dejarse, pasivamente, escoger. La concepción cortés afirma que la institución social del matrimonio respecta sólo la vida, diremos, física; mientras que la vida espiritual está regulada por la ley de la fine amor, para la cual no sólo es libre, sino además, “soberana” la mujer; para la que no es escogida, sino que ella elige, restituye a la mujer, en el orden espiritual, plena autonomía de determinación y de deliberación1.
En el tratado sobre el amor que escribió el capellán Andreas en la corte de Champaña (De Arte Honeste Amandi principios del siglo XIII), la posibilidad de un amor existente entre los esposos es categóricamente rechazada. Las razones de ello son que: los amantes se conceden cualquier cosa recíproca y gratuitamente, sin ninguna obligación, mientras que los esposos están obligados por el deber a cumplir todos los deseos de uno a otro. Esta obligación mutua impide la relación libre que caracteriza al amor noble. La obediencia de la esposa hacia su marido contrasta con la posición dominante de la dama en el amor cortés. El amor conyugal carece de mérito, mientras que el amor cortés supone los riesgos de lo esforzado y lo furtivo. Se admite la existencia entre los esposos de una posible maritalis affectio distinta del amor. Pero sería abusar del sacramento matrimonial el pretender convertirse en un vehemens amator de la propia mujer. Quien cometiera tal impropiedad sería simplemente un adúltero in propria uxore adulter (con su propia esposa).
Se puede agregar que la rutina matrimonial es algo opuesto a la exaltación sentimental del amor cortés en busca de una recompensa difícil o imposible. Esta dificultad de la recompensa física hace que la pasión de los amantes se purifique y cobre tonos agudamente espirituales. Es el amor que sabe apreciar los pequeños gestos, que aguarda las mínimas señales y favores de la amada, en espera de la última e íntima unión, que tal vez no llegará nunca (la tensión potencia el sentimiento amoroso, la recompensa fácil puede apagarlo).
Por otra parte, los señores feudales que aprobaron ese galanteo con sus esposas no habrían dado con tanta facilidad su beneplácito a esos cortejos de los trovadores, de suponer que después de la teoría las relaciones podrían concluir en una práctica real del adulterio. Una anécdota de la época cuenta como un celoso señor feudal hace asesinar al trovador amante de su esposa y, después de arrancarle el corazón, obliga a su mujer a comérselo. Los tratos de los nobles a sus esposas eran con frecuencia de una notable brutalidad. Todo ese galanteo cortesano adquiere una coloración más viva en contraste con las costumbres reales de los matrimonios de la nobleza de la época: mujeres repudiadas, abandonadas, que se retiran a un convento para el resto de sus días, encarceladas en un apartado castillo, o que pasan de un esposo a otro, según el capricho o la política de los grandes. Por ello durante su época de esplendor resulta una amable compensación para las damas sentirse rodeadas de un círculo de cortesanos y poetas, halagadores, que le dedican un afecto fiel de vasallos sumisos y la rodean de atenciones y en su forma más exagerada le tributan una adoración que roza el énfasis religioso como en el Lancelot o el Tristán e Isolda de Gottfried de Estrasburgo.

  1. Religión del amor.

Como toda estilización artística, la lírica trovadoresca tiende a una progresiva exageración de sus caracteres distintivos; avanza de un lado hacia la abstracción alegórica, y de otro hacia el misticismo. La insistencia en el aspecto subjetivo de la pasión (propia de toda la lírica) adquiere mayor fuerza emotiva con el distanciamiento del objeto amoroso o con la renuncia a una realización de las ansias amorosas (como en Dante y los poetas del dolce stil nuovo). Al constatar la omnipotencia del amor, los poetas le aplican caracteres divinos; lo consideran como un dios o bien una fuerza instintiva de la naturaleza. También se diviniza y se adora en un culto sacrílego a la amada. La explicación de esto es quizá el culto y la lírica mariana, que alcanza su mayor incremento en los siglos XII y XIII, y que referirá a la persona de María epítetos y fórmulas de ensalzamiento que tienen paralelo en estas invocaciones profanas a una amada imposible.

Es difícil precisar los orígenes de esta concepción del amor, tan extraña a la práctica real de la sociedad de la época. Sobre estos orígenes se ha escrito mucho. La teoría que suponía una influencia latente de la herejía de los cátaros albigenses, tan ferozmente reprimida en la época, es muy atractiva, pero no parece resistir un análisis detallado. Otra teoría supone la influencia árabe (con influjos líricos precisos que llegaron desde España al sur de Francia). Otra resalta los influjos de la lírica latina amorosa, clásica y tardía; especialmente la erótica ovidiana. Probablemente la más cómoda solución sea la de un cierto eclecticismo. Al extenderse por Europa esta poesía sufre modificaciones y se aleja de su núcleo originario, el sur de Francia. Así, el amor cortés del norte de Francia es bastante diferente del occitano, muestra de esto es la obra de Chrétien de Troyes, defensor del ideal de un matrimonio en el que el caballero puede combinar el amor con la aventura y ser a la vez esposo y amante perfecto (como en Erec y Enide).



Fuente: García Gual, Carlos, Primeras Novelas Europeas, Madrid, 1974, Editorial Istmo, pp. 73-84. Biblioteca Samuel Ramos de la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Clasificación: PN678/G36

1 A. Viscardi. Citado en p 77.

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lunes, 16 de octubre de 2017

En busca de la Edad Media


Jacques Le Goff, En busca de la Edad Media (Fragmento)

La Edad Medía se prolongaría durante más de un milenio. ¿Cómo establecer una periodización en el interior de esos mil años?

La Edad Media fue dinámica, intensamente creadora. Pero no lo dice. Si nuestras sociedades califican, gustosas, los menores cambios como «históricos» (un gol en el futbol, una bajada de la Bolsa), la Edad Media evita por completo celebrar las novedades. Al contrario, en la Iglesia ‑y entonces la Iglesia abarcaba toda la vida intelectual‑, la palabra novitas, novedad, llena de temor y hostilidad a quien la escucha. Decir de un autor que es nuevo supone condenarlo: igual que tacharle de herejía maligna. Los creadores, numerosos en la Edad Media, rechazan esta sospecha. Afirman ser los imitadores de autoridades venerables. Según dicen, retoman ideas antiguas, les quitan el polvo y las hacen renacer.

Santo Tomás de Aquino, inmenso inventor de ideas, se habría escandalizado al ver que lo elogiaban como un innovador. Según él, lo único que hacía era volver a las fuentes. Nuevo, novus, es apocalíptico, sólo unos cuantos osados, unos cuantos provocadores, apelan a la novedad, entendida de manera positiva; por ejemplo, los primeros frailes mendicantes, dominicos y franciscanos, a principios del siglo XIII. La vida oficial de santo Domingo está repleta de novus, novitas, etc. Por consiguiente -siguiendo los ejemplos de Etienne Gilson y Erwin Panofsky-, en esta época hay que periodizar identificando los renacimientos.

El primero de esos renacimientos es, a todas luces, el Renacimiento carolingio (finales del siglo VIII y principios del siglo IX). Enseguida lo advirtieron historiadores como Jean‑Jacques Ampére (1800‑1864), hijo del famoso físico, en su Histoire littéraire de la France sous Charlemagne (1839). Paralelamente, los alemanes, en la misma época, empezaron a publicar los documentos de forma metódica. A las dos orillas del Rin se produjo tal vez la misma exageración de esa época carolingia, por razones nacionales: Carlomagno ¿es francés o alemán? La pregunta no tiene ningún sentido para nosotros. En aquel momento, en el siglo XIX, era importante y, sin duda, mucho más para los alemanes: germanizar a Carlomagno permitía situar en Alemania el centro del primer Renacimiento.

No obstante, ya hemos visto que la época de Carlomagno ‑caracterizada por la búsqueda de una edición auténtica de la Biblia y por la reforma de la escritura‑ sienta las bases de una civilización. Por una parte, nos encontramos la exégesis y, por otra, el arte de leer y escribir. La Edad Media sera la época del Libro y los libros. Esto suscita otra conmoción, cuyas consecuencias no han evaluado los historiadores hasta hoy: el estatus de la imagen cambia. Refleja el vínculo que se instaura, a partir de ese momento, con el Libro y los libros.

Es por todos conocida la grave crisis que desgarró por dos veces el Imperio bizantino: la iconoclasia, la destrucción de las imágenes, se convirtió en doctrina religiosa oficial entre 730 y 787, y más tarde, entre 815 y 843. No se trata, en absoluto, de una «querella» bizantina, especiosa y sofisticada, sino de una revolución cultural, seguida de una contrarrevolución, que en ocasiones adoptó el aspecto de una guerra civil y trajo aparejada la disidencia de regiones enteras.

Occidente, gracias a Carlomagno, sus allegados y sus prelados, se ahorra todo esto. Carlomagno no toma partido ni a favor ni en contra de la veneración de las imágenes. Se niega a entrar en el debate sobre el aniconismo, lo prohibido de la representación. Ensalza la teoría del ni‑ni, por recuperar una fórmula con gran predicamento: ni abolición de las imágenes ni veneración. Se apoya en una tradición que se remonta al papa Gregorio Magno (540‑604), cuya Carta al obispo Sereno dé Marsella justificaba el papel de las imágenes. Además, sus teólogos se confunden con respecto a la traducción de las actas del concilio al que, en 787, en Nicea, acudió la emperatriz Irene para justificar el culto a los iconos. Por lo tanto, de un modo parcialmente involuntario, se está perfilando una posición original. Sea como fuere, la imagen se encuentra desdramatizada, autorizada.

Al evitar la disputa, Carlomagno excluye todo altercado sobre la función litúrgica de las imágenes. Se piensa que éstas son intermediarios entre el hombre y Dios. No hay nada pagano, ni idólatra, en dar a Dios un rostro. Se trata de un acto de devoción, no de culto. Todo esto distingue a Occidente de Bizancio. Sin embargo, Occidente también se distingue de las religiones anicónicas ‑judaísmo, islamismo­ al presentar las imágenes como un instrumento de salvación. La imagen no es más que un instrumento, pero tampoco menos. A partir de entonces, el cristianismo «romano» se desmarca, a la vez, del judaísmo, del islamismo y del cristianismo «griego». Sitúa el debate en otro lugar. Aparte de algunas crisis aisladas, no habrá más controversia sobre las imágenes hasta la Reforma luterana. El arte occidental, que otorga una posición central al hombre, a la figura humana, nace de esa elección.

Finalmente, la adopción de las imágenes desempeña un gran papel en el desarrollo de un culto fundamental: el de la Virgen María. Ésta entra en la piedad de un modo inédito hasta entonces, ya que se la representa en la Pasión de Cristo, y la difusión del crucifijo favoreció a esa misma Pasión de Cristo en todos los estratos de la sociedad.

Esas imágenes acostumbran a los fieles a ver a Dios con forma humana, algo que se deriva, con toda lógica, del dogma de la encarnación, central en el cristianismo: Dios se hizo hombre y vivió entre nosotros.

Sin embargo, hay que entender bien que, en este caso, la imagen precede muchas veces a la reflexión teórica. La piedad se expresa, en primer lugar, por mediación de la imagen; después, a través del discurso. Picasso decía: yo no busco, encuentro. Igual sucede en este momento crucial. Se encuentra por mediación de la imagen. Los discursos teológicos buscan después. Muchas veces, las imágenes preceden a los desarrollos que proponen los clérigos. Haciendo ver los textos bíblicos, inducen y anticipan el comentario que se desplegará.

¿Es preciso recordar la importancia del famoso relato del Génesis donde el hombre se crea a imagen de Dios? Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nóstram, dice el texto latino de la Vulgata, que entonces es la referencia: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». La imagen representa, expresa, la piedad de los fieles. Les aporta la intuición de lo que acabará precisándose posteriormente gracias a los razonamientos,

Después del Renacimiento carolingio, nos encontramos con un segundo: el del siglo XII.

A decir verdad, una vez que se admitió el concepto de «renacimiento» algunos medievalistas vieron renacimientos por todas partes, de tan constante que es la aspiración al renacimiento, a la reforma, en la Edad Media. Sin embargo, para que la periodización siga resultando operativa ‑si no, periodizar no sirve para nada‑, se imponen unas elecciones, con el riesgo de esquematizar, como sucede siempre, unas evoluciones que, a menudo, son mucho más sutiles. No hace mucho que el gran medíevalista italoamericano Roberto Sabbatino López planteó la pregunta: «El siglo X, ¿otro Renacimiento más?» (The Tenth Century, still another Rennaissance?).

De hecho, para él se trataba de plantear la cuestión del «despegue» de Occidente en torno al año 1000, una cuestión que recientemente ha suscitado inútiles discusiones. No sucedió nada en el año 1000, sino que, como demostró Georges Duby, el período de 980‑1040 supone un período de efervescencia decisivo en el ámbito económico y social (desarrollo de la roturación, el caballero, los castillos, los pueblos y muy pronto del señorío), en el ámbito espiritual (movimiento de la paz de Dios, construcción de iglesias, el mito de Jerusalén preparando la cruzada). Por consiguiente, podemos atenernos a análisis como los que plantea el norteamericano Charles Homer Haskins en 1927 y que fueron objeto de muchas más investigaciones posteriores. Haskins introducía la idea de un segundo Renacimiento, en el siglo XII.

Este Renacimiento es mucho más importante, más profundo, que el Renacimiento carolingio. Afecta a la totalidad del saber: la filosofía y la teología. Confirma un retorno masivo a las obras de la Antigüedad latina ‑la Antigüedad griega aún permanecería mucho tiempo en el olvido, con la notable excepción de Aristóteles, que volvería a descubrirse, parcialmente, en el siglo XII‑ y el gran momento de su redescubrimiento, por mediación de los árabes, se sitúa en el siglo XIII, en traducciones latinas.

El cambio se inscribe materialmente en la vida social. Observamos en todas partes la eclosión de escuelas urbanas que, a diferencia de las antiguas escuelas monásticas, se imponen como escuelas laicas. También vemos construirse, de forma paralela a los conventos, corporaciones universitarias. Por descontado, cuando digo «laico» hay que entender la palabra en el sentido cristiano: los laicos son miembros de la Iglesia no dedicados al sacerdocio. ¡En aquellos tiempos a nadie se le pasa por la cabeza la idea de no pertenecer a la Iglesia!

En esta época también nace una literatura original, y diría más, la literatura en el sentido occidental del término. Además, la palabra literatura aparece en el siglo XII. En primer lugar, es una literatura poética; difunde la ideología cortesana, caballeresca; pero se está asentando un género inédito, que no se encuentra en la tradición grecorromana: la novela. Existen, por descontado, muchos grandes textos narrativos, surgidos de la tradición helenística, denominados posteriormente «novelas» (El asno de oro, de Apuleyo; Las etiópicas, de Heliodoro). Estas obras nada tienen que ver con la novela tal y como se difunde entonces: un texto de ficción que utiliza la lengua corriente, en contraposición al latín. El contenido es, la mayor parte de las veces, profano, «laico». Todos conocemos la posteridad de un Chrétien de Troyes (1135?‑1183?)... Los cantares de gesta, épicos, se habían construido en tomo a la imagen de Carlomagno, las novelas corteses lo hacen en torno a la imagen de un rey imaginario: Arturo.

1215: LETRÁN IV, EL CONCILIO CAPITAL

¿Qué debemos entender por «1aico»?

En la Edad Media, la palabra designa a los cristianos no ordenados ni consagrados por la Iglesia, en contraposición a los «clérigos». Este reparto de poderes recupera una dialéctica tan antigua como las enseñanzas de Jesús: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

Por una parte, la Iglesia; por otra, los poderes laicos, sobre todo el del Imperio Romano Germánico, heredero parcial de Carlomagno. Estos dos poderes son distintos, pero se enfrentan enérgicamente para asegurar la preeminencia de uno sobre el otro. Por eso la aspiración a la reforma de la Iglesia responde a una antigua exigencia: liberar a la Iglesia de su sumisión a lo temporal. Este movimiento adquiere una importancia excepcional con la reforma gregoriana, que simboliza Gregorio VII, papa entre 1073 y 1085. Esta reforma se lleva a cabo durante todo el siglo XII.

Gregorio, según la costumbre, pretende purificar a la Iglesia de sus compromisos con el dinero y librarla de sus diversas «impurezas»; preservarla, sobre todo, de la mancilla que suponen los líquidos impuros: el esperma y la sangre. Se impone definitivamente el celibato a los sacerdotes, que a menudo lo violaban, y se les prohíbe enérgicamente la actividad guerrera. Según Gregorio, este retorno al ideal debería liberar a la Iglesia de los poderes temporales, para que el papado ejerciera plenamente el poder espiritual, lo que, por supuesto, lleva aparejada una ambigüedad: cuando el papa insiste en la necesaria distinción entre Dios y el César, cuenta con elevar a la Iglesia por encima del César. De este modo, encarnaría el verdadero poder, subcontratando la gestión temporal al poder subordinado, menos eminente, de los laicos reducidos al papel de «brazo secular».

Las consecuencias sociales son importantes: todo el mundo está llamado a reformarse, laicos inclusive. Es cierto que estos últimos siguen siendo, con respecto al clero, cristianos de segunda fila. Estaban acostumbrados a ello. Lo consentían desde que la vida monástica impuso su prestigio, durante los siglos VII y VIII, estableciendo como valores últimos el retiro del mundo, el celibato, la castidad y la pobreza. La reforma gregoriana mantiene a los laicos un paso por detrás, pero les confiere una dignidad nueva. Se convierten en cristianos plenos, con unos deberes y responsabilidades crecientes, en tanto que interlocutores claramente definidos frente a los clérigos. Lo esencial para la civilización occidental fue que Europa escapó de la teocracia y permitió el establecimiento de una laicidad coexistente con la práctica religiosa.

Una serie de concilios «ecuménicos» ‑europeos, de hecho, ya que se ha perdido el contacto con las iglesias orientales‑ culminó en el cuarto Concilio de Letrán, conocido como Letrán IV (1215), el concilio capital. Celebrado en Roma, sede de un papado que se sitúa a la cabeza de Occidente, Letrán IV conmociona la vida cotidiana y espiritual de los laicos.

Los padres conciliares instauran la práctica anual de la confesión auricular para todos los cristianos mayores de 14 años. Asimismo, promueven el matrimonio ‑imponiendo el consentimiento mutuo‑ y la publicación de las amonestaciones; de manera que el matrimonio, infravalorado hasta entonces, se convierte en una institución verdaderamente cristiana, un ideal de vida. También condenan la herejía, la usura y a los judíos: El Concilio es representativo de un momento histórico en el que la Iglesia actúa como puntal del gran desarrollo de la cristiandad entre los siglos XI y XIII, pero también fomenta el movimiento de represión que desea, preservar la pureza de la Reforma (condena de los herejes, los judíos, los homosexuales, los leprosos). Permite la Inquisición.

Nunca se insistirá lo bastante en la revolución que provocó la confesión obligatoria auricular, esto es, una confesión pronunciada individualmente al oído del sacerdote y protegida por el secreto. Este hecho rompía con las confesiones públicas, que eran poco frecuentes, necesariamente espectaculares y que únicamente tenían que ver con actos públicos.

Ahora, se trata de entrar en uno mismo, de hacer examen de conciencia. Se abre un espacio interior, que será el de la psicología y, más tarde, el psicoanálisis. Un día, me encontré con Michel Foucault en la biblioteca parisina de los dominicos de Le Saulchoir y nos pusimos a conversar apasionadamente sobre Letrán IV. Incluso me atreví a dar una fórmula: «El psicoanálisis ha tumbado en horizontal a lo confesional; lo confesional se ha convertido en el diván».

Mi fórmula no era exacta, lo confieso, ya que lo confesional no aparece en forma de mueble hasta el siglo XVI. Hasta ese momento, uno se confesaba apartado, sentado junto al sacerdote, exactamente como se ve aún en las grandes manifestaciones públicas de la Iglesia actual: peregrinaciones, la Jornada Mundial de la Juventud, etc. No obstante, sigo sosteniendo la idea de una afirmación vertical: la confesión une lo alto y lo bajo, el más allá y el aquí. No se interesa tanto por los actos como por las intenciones que conducen al acto. Las consecuencias son considerables.

Por lo tanto, el Renacimiento de los siglos XV‑XVI, tal como lo definimos, sólo es el tercero...

Ha entendido bien que considero el «gran» Renacimiento uno de los renacimientos ‑medievales. Sucede lo mismo con esa reforma que fue la Reforma protestante. La gran cuestión es saber cuándo ese Renacimiento se convierte en otra cosa y cuándo termina, efectivamente, la Edad Media. Como decía, no hay que buscar un momento, ni una gran fecha, sino una serie de momentos; no hay un final de la Edad Media. Ya he expresado anteriormente mi opinión. Quisiera volver por un momento al siglo XVI, gran Renacimiento medieval.

Desde el punto de vista político, puede pensarse que la Edad Media finaliza durante las guerras de religión. Es cierto que el famoso principio cuius regio, eius religio (en el país de un rey, reina su religión) no hace más que refrendar una costumbre medieval. Un lugar, un señor, unas costumbres. En una época en que Roma, a pesar de sus pretensiones, queda muy lejos, el príncipe y los obispos fijan un determinado número de usos. Incluso diría que la separación del cristianismo en dos conjuntos (los reformados y los romanos) hiere al hombre medieval, pero no le sorprende: ya hubo dos o tres papas concomitantes, reinos excomulgados, guerras contra el papa, etc. Por lo tanto, no supone una auténtica ruptura desde este punto de vista, aun sabiendo que se trata de una separación definitiva.

En cambio, aparece una palabra: religión. Resulta totalmente ajena, a la Edad Media. Todo era religión. El término estaba restringido al significado de orden religiosa: «entrar en religión» significaba profesar votos monásticos. Por ejemplo, el gran economista norteamericano Karl Polanyi (1886‑1964) demostró que la economía de las sociedades «primitivas» no existió de manera independiente hasta la época moderna, sino que estaba «engastada en lo que llamamos religión» (véase el capítulo 3, pág. 84).

La acepción actual de la palabra se remonta al siglo XVI. Esta emergencia del concepto de religión, en sí misma, supone una verdadera ruptura, ya que invita a concebirse eventualmente fuera de la religión, considerada un fenómeno si no relativo, cuando menos susceptible de distanciamiento. Se puede «escoger».

En cambio, en tanto que «visión del mundo», la Edad Media persiste en los dos campos. No sale derrotada hasta el desarrollo del espíritu científico, a partir de Copérnico (1473‑1543) y hasta Newton (1642‑1727). Finalmente, si consideramos la tecnología y la vida social, la Edad Media dura hasta el siglo XVIII. A partir de ese momento, va cediendo su sitio progresivamente a la revolución industrial, cuando se acentúa la ruptura con la economía rural. La emergencia del concepto de mercado y la concienciación acerca de los fenómenos específicamente económicos anuncian un cambio radical. Hasta entonces, la economía respondía primero a cuestiones morales: ¿cómo pensar la riqueza y la pobreza? En el siglo XVIII, encuentra la autonomía. Se convierte en un instrumento, que quiere convertirse en causa y finalidad.

Queda un último problema: el de Italia. Tradicionalmente, desde Burckhardt ‑ya lo hemos visto‑, el Renacimiento casi se confunde con Italia. No me agrada este hecho. Es cierto que Italia es el lugar donde se realiza la excelencia de cada período medieval, pero también es el lugar que rompe constantemente con esta civilización, produciendo excepciones de considerable envergadura.

Excelencia en la Edad Media: la consecución del desarrollo urbano, el dinamismo del movimiento religioso, la eclosión de gigantes como Dante (1265‑1321) o Giotto (1266?‑1337)... Excepción en la Edad Media: la ausencia de monarquía, la ausencia de un verdadero arte gótico y, sobre todo, la división de los pueblos, la extraña estructura de las guerras intestinas. Tiene algo de anacrónico el estudiar una Italia medieval. Es una noción abstracta, fabricada a posteriori. Se trata de varias Italias, en plural.

Los mismos interrogantes se ciernen sobre el Renacimiento italiano. En la península, el siglo xv suele parecer atípico: citaré únicamente el caso de Maquiavelo (1469‑1527). El florentino es medieval en muchos aspectos; casi más que los italianos de su tiempo. En otros aspectos, pasa por encima de su época y se mueve ya en la cuestión política del «príncipe» y el absolutismo, tal y como se plantea en el siglo XVII.

Tras haber situado a Italia en el corazón de la Edad Media y, después, del Renacimiento, sería absurdo excluirla. únicamente me gustaría recordar lo difícil que resulta tomar como modelo el caso italiano y medir con este rasero la totalidad de Europa.

Resulta difícil dar por terminada la Edad Media, pero ¿cuándo empieza? Nos habíamos quedado en Rómulo Augústulo, Odoacro y el año 476...

Afortunadamente, se ha abandonado por completo la idea de un final brutal de la Antigüedad grecorromana. Se habla de Antigüedad tardía. Ese gran período, aún imperial, conduce a la Edad Media occidental, es bien cierto, pero también a las civilizaciones del Oriente bizantino y del islam, que tal vez deban dejar de calificarse como «medievales». Y es que no basta con una cronología (siglos VI‑XV) para hablar de «Edad Medía» en cuanto abandonamos Occidente. La Arabia medieval, la India medieval, el Japón medieval, no siempre son conceptos pertinentes. ¿Con respecto a qué periodización se puede hablar de «Edad Media» en el islam, en la India, en Japón? Hay una extensión abusiva de un punto de vista occidental. En cuanto a América: ¿quién estudiaría a los aztecas desde la perspectiva de la Edad Media? No obstante, la periodización occidental que ha producido la Edad Media se ha aceptado de forma bastante generalizada hasta el momento.

Hasta el fin de la Antigüedad tardía existe una cultura propia de todo el Mediterráneo. Encima se edificaron posteriormente ‑sin borrarlo todo‑ otras entidades geopolíticas. Algunas están vinculadas al continente europeo: nuestra Edad Medía, por ejemplo, que no tiene nada de universal. Otras se vinculan con Arabia o el Norte de África: es el caso de la conquista musulmana. Y otras más interactúan con Asia central: por ejemplo, los fenómenos turcos y mongoles, musulmanes, pero tan poco árabes. Lo mismo sucedió con Bizancio, cuyo testigo, no tardó en tomar Rusia.

En lo tocante a Europa, nos olvidaremos de Rómulo Augústulo. No resulta significativo. También nos guardaremos de la imagen ‑no menos ideológica‑ de las «grandes invasiones». Augusto y Tiberio ya rechazan a los «invasores»: indiscutiblemente, pertenecen a la Antigüedad. La Grecia antigua había combatido a los «bárbaros», término que inventó con el éxito que conocemos. Carlomagno también guerrea contra los «invasores» del sur o del norte. Sin embargo, se sitúa, a todas luces en la cultura medieval. En nuestro caso, el cambio se debe a la cristianización: se lleva a cabo lentamente, desde el interior. El Imperio se cristianiza; después, cristianiza a sus invasores, aunque desaparezca en la nueva configuración. Sin embargo, en el caso de Oriente Medio y Próximo, el cambio nace de la islamización, que, progresivamente, llega del exterior: de Arabia.

La Edad Medía occidental no está programada. Nace de una aculturación donde, poco a poco, se van mezclando las costumbres romanas y las «bárbaras». También nace de la confrontación con el islam. Efectivamente; en un principio nada predisponía al Imperio de Occidente ‑que englobaba el norte de África‑ a hacerse «europeo». Desde la conquista musulmana de España (siglo VIII) hasta la hegemonía otomana en los Balcanes (siglo XIV), Occidente no se concibe a sí mismo como entidad geopolítica. Sólo se estructura por su existencia frente a un mundo percibido como hostil.


Jacques Le Goff. En busca de la Edad Media. Paidós, 2003, Barcelona, pp. 52-60.